Entraba la nueva estación. La orquesta de la charca, constituida por ranas y saltamontes y de novísima creación, celebraría una audición para dar la bienvenida a la mejor época del año.
Decidir el programa del concierto provoco una discusión que el Señor Sapo, el responsable, zanjó imponiendo su criterio.
“¿Por qué no, señores? Creo que esta sonata será perfecta para esta noche de primavera.”
Y así, el director de la pequeña formación de viento, cuerda y percusión, dio paso al inicio del ensayo.
Toda la charca asistiría y era la primera vez que actuarían para tanto público. La presión se hacía evidente en el nerviosismo de los músicos.
Llevaban ensayando desde hacía horas sin parar para nada y el cansancio provocaba un fallo tras otro. El Señor Sapo empezaba a perder los nervios.
De repente, en un ataque de ira incontenible, su pegajosa lengua se desplegó y, en menos tiempo del que se tarda en decir amén, se había zampado al tipo del violín, un saltamontes gordito, jugoso.
Esto abrió la veda que dio como resultado, un montón de instrumentos abandonados bajo la luz de la luna y un silencio de cementerio.
La voz del director resonó rompiendo la quietud:
- ¡En fín, señores!. Ante la disminución sustancial y repentina de la formación, propongo que cambiemos la pieza a interpretar.
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