La huida

La oscuridad era una constante en su vida: ya había perdido todo atisbo de ánimo, de energía y de vida en aquel lugar. Desde hace unos lamentables meses su maltrecha mente no albergaba otro pensamiento que no fuese aquel; tenía que hacerlo, y rápido.

Nada se lo impedía. No tenía pesadas cargas que soportar en su frágil espalda ni tampoco sólidas o profundas conexiones con otra persona. Esa era su vida; tan insulsa e insignificante que no tenía ningún valor a la vista de otro ser humano.

La decisión estaba tomada; su destino, escrito. Toda su vida había sido un martirio insufrible en uno de los aledaños del infierno: su pequeño pueblo. Ahora veía que todo sufrimiento, dolor, pena y desesperanza eran completamente inútiles «¿Para qué he sobrevivido aquí si no me vale para nada?», pensaba asiduamente mientras las lágrimas inundaban sus ojos verdes esmeralda. La falta de trabajo digno, la ausencia de posibilidades vitales y el constante desapego con la gente más cercana le hacían plantearse que aquella descabellada y funesta idea fuese cada vez más plausible, más cercana, más real.

Aun así y pese a todo, conservaba el último hálito de energía para un nuevo destino, un hálito que tenía la esperanza por bandera y la motivación como generador vital de ilusiones. Un hálito que la transportaría a un lugar mejor: la gran metrópolis. Desde siempre había tenido ese pálpito, pero nunca había encontrado el coraje suficiente para dar el paso. Nunca, hasta ahora. Era el momento de partir; lo sabía. Tenía que abandonar su vieja y tortuosa vida e iniciar un nuevo sendero más amable, más suave, más amigable; y menos duro, voraz y descorazonador. Eso es lo que pensaba; esa era su intención.

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