Lord Henry era un gran señor perteneciente a una de las mejores familias de la aristocracia británica.
Obsesionado por el protocolo y las buenas costumbres, arrugaba la nariz y torcía la boca, bajo su fino bigotito, en un gesto de desprecio al cruzarse con alguno de sus vecinos.
Había sufrido la decepción de que sus amigos, agobiados por las deudas, abandonaran sus mansiones que fueron ocupadas por aquella “peste" de nuevos ricos.
Cada vez que llegaba a casa de su paseo matutino su esposa debía soportar las imprecaciones que Lord Henry les dedicaba:
- ¡Monos sin educación ni modales! Deberían volver al árbol de donde bajaron.
Ella intentaba calmarle utilizando la lógica y la precaria salud del caballero pero este se negaba a oír los argumentos de su mujer. Seguía despotricando hasta después del almuerzo. En ese momento se encerraba en la biblioteca con sus incunables y cualquier problema desaparecía.
Pero cuando, a la hora del té, el padre Johnson aparecía para continuar con su inacabable partida de ajedrez, la retahíla de quejas del snob lord volvía a comenzar con más encono si cabe.
Así que la dama y el buen cura idearon una argucia para que el tozudo aristócrata le diera una oportunidad a los nuevos residentes.
Ella organizó una recepción a la que invitó, ayudada por el padre Johnson que repartió las oportunas invitaciones, a todos aquellos a los que su marido tanto odiaba.
Pero a la buena señora no se le ocurrió otra cosa que preparar una fiesta de disfraces para intentar que el ambiente fuera más distendido e informal. El tema del dichoso sarao sería la selva africana. Pensó que Lord Henry podría lucir su uniforme del Regimiento de Exploradores del Real Ejército Británico donde sirvió y del que estaba tan orgulloso.
Los vecinos quedaron muy sorprendidos ya que jamás pensaron tener la oportunidad de visitar la casa solariega más grande de la comarca. Se reunieron para decidir que disfraces serían los más adecuados, querían quedar lo mejor posible con sus aristócratas anfitriones.
Lord Henry no estuvo muy contento cuando su mujer le informó del próximo evento que ya estaba completamente organizado, pero, aunque ella soportaba la mayor parte del tiempo el mal carácter de él, cuando se empeñaba en algo el caballero renunciaba a llevarle la contraria. De todas maneras permaneció enfurruñado todo el día, farfullando por los rincones su disconformidad.
Llegada la hora y mientras la servidumbre recibía a los invitados, la pareja se arreglaba en sus habitaciones. El poder volver a lucir su uniforme animó algo la depresión del dueño de la casa.
Se encontraron ambos en el pasillo camino de la escalinata que daba acceso al gran salón donde se celebraba la fiesta. Al llegar al pie quedaron envarados de repente. Los vecinos habían decidido que la vestimenta más adecuada para el tema propuesto era el de mono. Acudirían todos como si fueran una manada de simios disfrazados de personas.
Lord Henry se quedo pálido como un muerto, con la boca abierta sin atinar a reaccionar. De repente, gritó como un poseso:
- ¡Monos, todos convertidos en monos!.
Y salió corriendo como alma que lleva el Diablo sin dar tiempo a que nadie pudiera explicarse.
Lo encontraron al día siguiente, escondido en la oquedad de un árbol en un bosquecillo cercano. Con la vista fija seguía repitiendo como un mantra: “¡Monos, todos convertidos en monos!”.
Semanas después, el matrimonio cerró su mansión y se trasladó a vivir a una casa más pequeña, en el mismo barrio de sus antiguos vecinos y amigos.
Lord Henry jamás volvió a ser el mismo.
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