Otra de vampiros I

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          Había muerto. Su madre, la mujer más bondadosa e inteligente que había conocido, acababa de ser asesinada por un monstruo sin corazón. No conseguía borrar de su memoria la imagen de su cuerpo yaciendo en el suelo de aquel cochambroso cuarto. El ejecutor del terrible crimen apuntaba sin lugar a dudas a un depredador, pero no a uno cualquiera sino a uno poderoso, con sobrada práctica en el «arte» del asesinato y por supuesto, conocedor de su historia. «¿Por qué ella?», se repetía a sí misma una y otra vez. «¿Acaso no era suficiente el infierno que había vivido durante toda su vida? ¿No había sufrido ya bastante?»

          El creciente ronroneo de la brisa vespertina la trajo de vuelta a la realidad. No sabía cuánto tiempo llevaba bajo el agua pero a su mente no parecía importarle. Tenía las yemas de los dedos arrugadas, el cuerpo frío y tembloroso y su piel había adquirido un tono morado capaz de alarmar al más tranquilo de los mortales. «Bueno, un poco de frío no puede matarme ¿o sí? Qué más da», se dijo.

          De repente, un sonido casi inaudible cambió por completo el rumbo de sus pensamientos. Trató de concentrarse y de escuchar con atención. El exterior estaba en calma, la brisa apenas se había acrecentado los últimos minutos y las gotas de agua morían al entrar en contacto con su piel. Nada había cambiado, sin embargo, tenía una incómoda sensación en el estómago. Cerró el grifo y se disponía a salir de la bañera cuando de pronto vio que el pomo de la puerta comenzaba a girar. «¡¿Cómo?!», pensó desconcertada. Todo el mobiliario era de madera y a juzgar por su estado debía tener al menos dos siglos. Ningún ser humano, por muy hábil que fuese, podía moverse por allí sin hacer ruido. Fue incapaz de reaccionar. Se quedó inmóvil, con los ojos clavados en el marco esperando que aquel ser hiciese su aparición. Segundos más tarde, el extraño abrió la puerta y lo hizo con tanta fuerza que ésta rebotó contra la pared provocando un enorme estruendo. Estaba segura que los huéspedes del hotel no tardarían mucho en quejarse al propietario.

          Entonces, un joven de unos treinta años entró en el baño. «¿Un hombre? ¡Un hombre! ¡Un simple ser humano!», caviló con disgusto. No sabía si fue eso o el Mágnum del 44 que sostenía entre sus manos y apuntaba directamente a su pecho lo que consiguió hacerle perder por completo la poca paciencia que le quedaba.

          Era alto, de tez morena y con ojos de un precioso tono verde grisáceo. Su cabello, lacio y de un intenso negro azabache, contrastaba a la perfección con el resto de su cuerpo. Llevaba una camiseta blanca y unos pantalones vaqueros que marcaban cada uno de sus músculos. Era muy atractivo pero ella estaba demasiado alterada para darse cuenta. El hombre sin embargo, estudió con detalle el esbelto, tembloroso y mojado cuerpo que tenía delante. Era pocos centímetros más baja que él y sus ojos, de un extraño color violáceo, parecía que oscurecían por momentos. Tenía los labios carnosos y una larga y lisa melena que ocultaba sus pequeños senos. Se quedó pasmado ante la firmeza de su estómago y la curva de sus caderas pero lo que de verdad le impactó fue la forma en que ella lo miraba. Casi podía leer el reproche en sus ojos. No parecía asustada, ni siquiera sorprendida sino más bien cabreada, muy cabreada.

          —¡¿Por qué tiene que estar tan condenadamente buena?! —gritó él—. ¡Qué asco de vida! —concluyó dejando escapar un profundo suspiro sin apartar la vista de ella un solo instante.

          —Ahora, escúchame con atención engendro del demonio porque no pienso repetírtelo —dijo a la muchacha con voz serena y pausada—. Quiero que levantes las manos muy despacio y cuando digo muy, quiero decir muy despacio ¿me has comprendido? No quiero trucos ni chorradas. Podemos hacer esto rápido y fácil o doloroso y complicado, tú eliges —añadió esperando que ella acatase sus órdenes de inmediato.

          En condiciones normales la chica habría aprovechado el discurso del joven para serenarse pero aquella situación no tenía nada de normal. Su madre acababa de morir y aún no había logrado asimilar la noticia. Además, tenía que reunir el coraje suficiente para contar a su familia lo que había sucedido pero ¿cómo? Cómo se supone iba a hacerlo si el simple hecho de respirar se estaba convirtiendo en la peor de las torturas. También necesitaba examinar a fondo todo el hotel y buscar pistas que pudieran proporcionarle cualquier información sobre la identidad del depredador. Sólo había querido darse una ducha, concederse unos minutos de paz antes de enfrentarse a la realidad... Y ahora esto. «¿De dónde diablos había salido este tipo? ¿Y quién le había nombrado su juez y verdugo?» Se tomó unos instantes para examinarlo en profundidad. No tendría más de treinta años. Las botas y el arma que llevaba eran típicas de un cazador. Tuvo que admitir que era realmente guapo, nunca había conocido a nadie tan atractivo pero «¿y qué?» Era un auténtico imbécil, un necio que se había creído con derecho a juzgarla. Fue entonces cuando, pasando por alto todas sus instrucciones, le contestó:

          —Quiero que me escuches con atención porque no pienso repetírtelo. No tengo ni tiempo ni ganas para explicarte lo equivocado que estás. Es evidente que ya tienes una opinión sobre mí y no creo que nada de lo que diga hará que cambies de idea así que te propongo algo: si te vas ahora, olvidaré que has estado aquí ¿de acuerdo? Venga, no compliques las cosas, hoy ha sido un día muy duro y no quiero problemas. Por cierto, ¿te importaría pasarme la toalla que tienes a tu izquierda por favor? La cogería yo misma pero dada la situación, no creo que sea lo más conveniente —dijo sin moverse y mirándole a los ojos en todo momento.

          Su voz sonaba tranquila y amigable, su mirada en cambio era el reflejo puro de la ira. La chica había intentado esconder sus sentimientos pero su cuerpo la había traicionado. Pese a que había dejado de temblar y su piel había adquirido el tono de siempre, le ardían las mejillas, el corazón le latía cada vez más deprisa y se le habían enrojecido los nudillos debido a la fuerza con la que apretaba los puños.

         


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