Las monedas vuelan por el aire, caen saltando junto al hueco sin que entre ninguna. Pérez se agacha a recogerlas, las cuenta antes de acercarse a la línea y se agacha con la mano estirada hacia a delante. Calcula cerrando un ojo y las lanza. Caen todas junto al hueco mientras una sola se pone a rodar alrededor y se hunde. Pérez la saca y la guarda en el bolsillo del pantalón. Me mira señalando el suelo para decirme dele. Creí que Pérez o el Negro las iban a meter todas. Pero el negro falló y a Pérez se le fue apenas una. Hoy apenas los seis de siempre y yo vine a jugar con tres pesos. Ya he perdido dos, me queda el último y si lo pierdo no puedo seguir jugando, me dicen, ¿qué pasó? Me agacho a recoger las monedas, están frías, sucias de barro. Hace un rato llovió pero el agua ya dejó de correr por las orillas del callejón y el hueco no se ha vuelto a llenar. Me alisto con un pie junto a la línea, el otro atrás, son cinco pesos que si puedo meter en el hueco me servirán para jugar el resto de la tarde. Todos los días hacemos así. Ya, me dicen, pero es como si no los oyera. Pienso desde hace rato en que mi prima María aparezca por el callejón y me vea cuando pase hacia la tienda porque no le gusta que juegue ni le agradan mis amigos. Miro atrás con desconfianza, no viene, tranquilo, me dicen. Ellos ya saben porque varias veces me han visto convenciéndola de que ya no vuelvo. Lanzo las monedas tratando de apuntar bien al hoyo. Vuelan alejándose y bajan todas juntas como cuando las tenía en las manos. Las oigo sonar al caer al suelo, rebotan, sólo han salido y quedan lejos del hueco. Tres monedas, las miro, estoy con lo que traje. Les oigo decir que ha sido una chiripa. La verdad, si, me voy a la casa con lo que ellos trajeron o con los bolsillos vacíos, lleno de aburrimiento. Me toco la cabeza, ya casi tengo seco el pelo. Después del medio día llovió pero el aguacero duró poco. Venía de la escuela cuando las primeras goteras me cayeron en la cara y en las manos. A la una... a las dos... dice Rafa, antes de tirar las monedas, las lanza y falla. Nunca ha sido buen jugador. Es de los que mis amigos llaman marrano, porque trae la plata para ganar nosotros. Le dan los demás pero ninguno logra meterlas. Vuelve a comenzar el turno. A Carlitos le tocas primero, le dicen Carlitos porque es el más viejo de todos y es más bajito que nosotros que no pasamos de doce. Todavía caen goteras de los árboles. La tarde es opaca, el piso del callejón está mojado. Hace frío. Ellos quieren que haga sol. A mi me gustan las tardes como está, es el mejor momento para acordarme de mi prima María sentada junto a la ventana cerca de la mesa de l mantel de flores verdes haciendo tareas. A esta hora tal vez terminó ya y debe estar sentada al pie de la estufa calentando sus manos o tía Eulalia puede estar diciéndole que vaya a la tienda a comprar el pan. María es demasiado gorda, grande, parece una señora y ocupa toda la puerta, tiene la cara color ceniza y las rodillas redondas son del color de las lombrices de monte que abundan cuando llueve y me mira con ese rostro cuadrado y casi plano y yo corro detrás de ella mientras cimbronea el suelo con sus pisadas y ella me espera escondida detrás de los árboles con sus manos de oso gigante que parecen carbones asomando al lado de los troncos. Ella vuelve a correr otra vez, dice que es el ratón y yo el gato y corre sin parar sobre la colina que retumba como tambores a cada paso. A mí me parece una mujer grande en forma de pelota chata y su voz silbona. Su ropa huele a cocina de carbón y leña. Ahora vuelvo a acordarme que iba a visitarla igual que todos las tardes pero no puedo estar con ella. Tengo que pasar siempre por este mismo callejón y me los encuentro botando monedas al hueco. Que frío tan verraco, dice Carlitos, de verdá no paga jugar así, dice Pérez. Ambos acaban de fallar, pues que alguien se gane los dos pesos y nos vamos, dice Rafa. En ese caso las meto yo y me voy a ver a mi prima. Es la hora en que tía Eulalia sale de la casa a llevar las empanadas que acaba de hacer a las tiendas del otro barrio. Es cuando la encuentro con sus hermanitos chiquitos, la trato de abrazar con fuerza pero mis brazos no alcanzan a agarrarla. En cambio cuando me coge a mi, al principio me gusta hasta que apreta y me toca decirle que me está ahogando. Javier alza las monedas, me las entrega con su amabilidad de siempre. Me alisto para lanzar un tiro que no falle. Apunto y las veo volar una junto a la otra como si estuvieran pegadas. Caen y se pierden en el hueco. Todos ríen porque torcí la boca apenas lancé. Yo también rio con ellos. Son así. Les apuesto cinco pesos de una. O me gano veinticinco o me voy sin nada. Cada uno coge su moneda, la tira para saber quién le dará primero, quien de segundo... El que quede más cerca va primero y el más alejado de último. Veo caras aburridas y agachadas. La moneda de Rafa se ha metido el otro que quedó más cerca fue Javier. He esperado a que jugaran todos. Vuelvo a acordarme de las rodillas de María, su olor a estufa y el tizne del vestido. Pérez hace un gesto a Julio y miran a la esquina del callejón. Es tarde para detener las monedas en mi mano, se han ido a dar con mucha fuerza lejos del hueco. Todos se ríen, abren esas bocas que parecen otro hoyo listo para comerse mis monedas que tintinean en el bolsillo. María no venía por ninguna parte. Después me reiré de ellos cuando les gane toda la plata. Rafa parado junto a la línea tiene la mano izquierda repleta de monedas, es zurdo y el peso lo está jorobando, dicen ellos y todos nos reímos. Tira las monedas, vuelven a volar unas sobre las otras casi pegadas como un resorte de alambre roto, no quiero verlas caer, no las quiero ver y cierra los ojos. Sorpresa gritan algunos, sorpresa en el hueco lleno de monedas. Solo dos rebotan y salen rodando. Rafa brinca, es la primera vez que gana, me abraza y me aprieta como si fuera un costal de lana, el mejor tiro que yo he hecho, el mejor de mi vida, grita. Quedaron dos monedas solitarias y embarradas para ellos las enhuequen. Yo me voy. Por dos pesos ya no me espero. Creo que deba irme rápido, pero tengo el pelo despeinado y las manos sucias de barro, cinco pesos y los perdí.
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