Julia

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Julia había nacido en una pequeña ciudad de provincias. Pertenecía a una familia de clase media alta para los que las apariencias eran muy importantes.
La niña contaba ya tres años y todavía no caminaba ni hablaba. La mayor parte del tiempo lloraba sin que se supiese el motivo. No jugaba con muñecas, se limitaba a quedarse sentada donde su madre la pusiera mirando fijamente al techo.
Los padres de Julia eran mayores, habían buscado descendencia durante años y, cuando ya se habían resignado a no tenerla, descubrieron con tremenda alegría aquel embarazo tardío.
Fue una gestación difícil, el feto parecía no desarrollarse de manera normal. Al final la niña nació sietemesina. Pesaba escasamente 900 gramos y su cuerpecito cabía en la palma de la enorme manaza de su padre.
Los médicos informaron a la ansiosa pareja que confiaban poco en que su hija saliera adelante, pero ella tenía unas enormes ganas de vivir y se agarró al débil hilo de vida que le quedaba desesperadamente. Así y contra todo pronóstico, a los tres meses de su nacimiento, Julia estuvo lista para ir a su casa.
Pero era un bebé que apenas abría los ojos, que no movía la cabeza ni intentaba incorporarse. No emitía sonido alguno excepto aquel llanto monótono, sin lágrimas, constante.
Cuando contaba seis meses, la pareja consultó al mejor pediatra de la ciudad. Después de interminables pruebas este les informó que algunas partes del cerebro de Julia no se habían desarrollado adecuadamente. Su consejo fue que cuando la niña fuera un poco más mayor, pusieran su caso en manos de un psiquiatra.
Cumplidos cuatro años, la paciencia de sus padres obtuvo recompensa, habían conseguido que caminara y se expresara a través de un corto y básico vocabulario. Entonces decidieron que, el resto de su evolución debía ser confiado a un profesional con los conocimientos necesarios.
El doctor Pascual era el psiquiatra más reconocido de la provincia. Trataba los casos más complicados siempre con muy buenos resultados. Decidieron poner todas sus esperanzas en él.
El eminente doctor llegó a la conclusión de que, probablemente, si estimulaba la parte del cerebro que no tenía un funcionamiento normal, este se desarrollaría y Julia se convertiría en una niña normal.
“Una niña normal” ¡eso era lo que más importante! Mantener su status en la cerrada y selecta sociedad de la pequeña ciudad de provincias donde vivían. Allí las apariencias eran lo único importante. Los niños estudiaban en los mismos colegios y el pasatiempo preferido de los progenitores era presumir de sus logros tanto físicos como intelectuales.
Ya había sido suficientemente duro justificar que Julia, a sus cuatro años, todavía no hubiera asistido al colegio. Afortunadamente, la excusa de su nacimiento prematuro y el miedo de su madre a que le sucediera algo, le sirvió al cabeza de familia para salir del paso.
Aun así, las miradas de soslayo de sus vecinos cuando salían a pasear con la niña todavía en el carrito o al dirigirse a ella y no conseguir su atención, eran el mejor ejemplo de que la sombra de la sospecha sobrevolaba sobre sus conocidos.
Por tanto, estaban predispuestos a aceptar cualquier propuesta que el eminente Doctor les hiciera, por muy descabellada que pareciera.
Dos veces a la semana se trasladaban a la consulta. Allí, ataban el pequeño y desvalido cuerpo de Julia con fuertes correas a una camilla, le introducían un trozo de goma en la boca y conectaban electrodos en su cabeza. Una vez preparada le descargas eléctricas constantes y cada vez más fuertes que hacían arquear y tensar su cuerpo.
Los primeros días, el desconocimiento la hacía confiar y se dejaba llevar. Luego se convirtió en una lucha titánica incluso vestirla para asistir al tratamiento.
Después de un mes de grandes cantidades de dinero gastadas sin resultado aparente, los padres se encararon con el Doctor
Este se justificó diciendo que el de Julia era un caso difícil, que debían insistir, que pronto verían los avances y que el sacrificio habría valido la pena.
Al cabo de dos meses la niña empezó a dejar de caminar, de hablar, incluso de llorar. Permanecía tumbada en su cama sin mover ni un musculo, con la mirada perdida en el infinito, sin expresión, con la baba resbalando por la comisura de su boquita.
Pálida y cada vez más delgada, era incapaz incluso de tragar la comida triturada que su madre le daba con una cuchara. De vez en cuando, un quejido bajo y profundo escapaba de su pecho donde, a duras penas, se notaba la respiración.
La pareja corrió al servicio de Urgencias del Hospital más cercano. Esperaron durante horas con la angustia como compañera.
Cuando apareció el medico les sorprendió la dureza de su expresión y la mirada de frio desprecio que les dirigió.
“¿Qué le han hecho a esa niña, por el amor de Dios? ¿a qué cruel tortura la han sometido? La parte de sana de su cerebro está completamente destruida, será un vegetal el resto de su existencia, ¿por qué?”
Con los hombros hundidos, demudada la expresión y ahogado por el llanto, el padre contestó:
- ¡SOLO QUERÍAMOS QUE FUERA NORMAL!

 

 


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