—Esto que me haces te lo devolveré. Será hoy, mañana o dentro de diez años, pero juro que te lo devolveré, multiplicado por mil… —hizo una pausa obligada para tomar aire. —Hasta la última de estas atrocidades —concluyó mientras mantenía la mirada al sádico.
No necesitó hacer ningún esfuerzo para recordar el nombre de aquel joven al que torturó de forma salvaje hasta que, incapaz de sacarle la información que deseaba, lo remató de un disparo a quemarropa en la cabeza. Antes de aquel momento era incapaz de recordar a cuántos había martirizado, pero aquel chico fue diferente; por primera vez alguien le había aguantado con estoicidad cada una de las crueles torturas y vejaciones a las que lo sometía en nombre de la justicia que le inculcaron. Ni un solo lamento salió de aquella boca magullada por los golpes. Incluso, para que dejara de mirarlo a los ojos, tuvo que pedir un saco para taparle la cabeza y, ni así, se libró del odio reflejado en el fulgor de aquella mirada que lo perseguiría hasta el final de sus días.
—Luis —susurró.
La simple pronunciación de su nombre le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda desde la nuca. Miró el erizado vello de sus antebrazos.
A pesar de los años transcurridos, a pesar de que le costaba recordar su nombre, tenía muy presentes todas aquellas palabras como si hubieran sido pronunciadas tan solo unas horas antes; ni un solo día desde entonces consiguió olvidar aquel lance; igual que tampoco era capaz de arrinconar en su memoria el tétrico ulular de una lechuza que lo sobresaltó apenas un instante antes de apretar el gatillo para terminar con aquella vida. Incluso recordaba lo que pensó tras ver caer aquel cuerpo inerte sobre el suelo con una bala en la sien, «¡No me devolverás una mierda!».
Aquello trascurrió en una casa escondida entre la frondosidad de un bosque, un lugar donde los gritos de sus víctimas que dejaban pasar los gruesos muros se diluían entre los sonidos de la naturaleza y donde las fosas comunes se disimulaban con facilidad entre la vegetación.
Y hoy, sin saber cómo, tantos años después, el azar lo había devuelto al mismo lugar. De la casa, aunque conservaba el aspecto lúgubre de antaño, solo algunas de las paredes permanecían en pie y el olor a humedad lo impregnaba todo. A lo lejos una tormenta eléctrica trataba de terminar antes de tiempo con la última luz del día. Una rayó llenó los alrededores de siniestras sombras y el trueno que lo acompañó, todavía lejano, habló de las intenciones de aquellos negros nubarrones.
El chasquido de alguna rama al romperse a su espalda lo sobresaltó. Miró a su alrededor. Sintió como el miedo comenzaba a atenazarle la garganta.
Otra sombra, esta apenas intuida por el rabillo del ojo, cruzó con rapidez entre la espesura a su izquierda.
—Ahí no hay nada ni nadie —dijo en voz muy baja en un intento fallido por mantener la calma.
Una rama, junto al camino, se movía de forma ostensible. Miró a las copas de los árboles; allí arriba las hojas permanecían inmóviles ante la ausencia de viento. Y sin embargo esa rama…
«¿Cómo he llegado hasta aquí? Este es el último lugar del mundo donde desearía haber vuelto» pensó mientras otro escalofrío volvía a recorrerle la espalda.
De nuevo un resplandor precedió al trueno e hizo emerger una figura desde la oscuridad.
—Joder, es él… pero no puede ser… aún puedo verlo caer con una bala metida en la cabeza, yo le disparé… está muerto —volvió a susurrar.
El siguiente rayo confirmó que, quien fuera el propietario de aquella sombra, se le acercaba.
Corrió. Lo hizo tan rápido como pudo, con el corazón palpitando tan fuerte que amenazaba con salirse de su pecho. De vez en cuando echaba una fugaz mirada atrás para comprobar que nadie le seguía. Nada de lo que pudiera ver le confirmaba sus sospechas, pero no dejó de correr en ningún momento. Tropezó mil veces con la maleza que lo rodeaba, en muchas ocasiones cayó al suelo y volvió a levantarse. La tormenta no tardó en alcanzarle pero cuando la lluvia apareció en escena, su huida se hizo aún más difícil.
Hacía mucho rato desde que perdió la noción del tiempo, incluso la noción del espacio. Ya no era capaz de saber cuánto tiempo llevaba corriendo, ni mucho menos la distancia que le separaba de las ruinas de aquella casa. Estaba agotado hasta las últimas consecuencias. Detuvo su marcha y apoyó la cabeza contra un árbol mientras trataba de recuperar el aliento. La lluvia ralentizaba su tamborileo, pero un rayo volvió a iluminar el paisaje. El trueno se escuchó lejano. La tormenta estaba pasando. Miró a su alrededor.
—¡Joder, no puede ser!
Frente a él, a escasos metros se intuía la silueta de la casa.
—Todo este rato corriendo en círculo… ¡seré idiota!
De nuevo un rayo y esta vez lo que iluminó era algo más que la casa. La sombra estaba de nuevo ahí, casi podía tocarle.
Despertó sobresaltado por su propio grito. El cabello revuelto, sudoroso, jadeando. Un dolor punzante parecía querer atravesar su pecho, respiraba con dificultad, pero al mismo tiempo un sentimiento de gratitud lo invadió; estaba solo, no estaba en las ruinas, ni estaba la sombra de Luis acechándole. Era su habitación, Solo fue una terrible pesadilla, una más para añadir a los cientos, tal vez miles, de pesadillas que tuvo desde que todo ocurrió.
El dolor del pecho se hizo más intenso. Casi había perdido el sentido cuando lo vio de nuevo. Era Luis, sin duda. Gritó, pero cuando sintió que el frío de aquellas manos muertas le agarraba por el brazo supo que el infarto sería lo de menos; tras él, le esperaba un largo y pesado interrogatorio.
Escuchó el lejano ulular de una lechuza al tiempo que el frío de aquellas manos terminaba con su último aliento.
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