Desperté, como cada madrugada y le vi allí, sentado junto a la ventana, mirándome, igual que siempre.
Distinguí sus ojos claros brillando en la oscuridad, como los de un gato. Imaginé su postura relajada con las piernas cruzadas y las manos descansando sobre ellas con los dedos entrelazados, la espalda apoyada en el respaldo y su largo pelo rubio hondeando al compas de la corriente que entra por el vano abierto. Oí su respiración acompasada, tranquila. Hasta mis sentidos alerta llegó el aroma de su perfume mezclado con su olor varonil.
Todo mi cuerpo reaccionó, mi vello se erizó, me sentí presa del estremecimiento que salía directo de lo más profundo de mi ser. El miedo se hizo casi tangible, como una segunda piel, como una losa que me apretó el pecho sin dejarme respirar.
Cuando me incorporé en la cama, sudando, pálida y empequeñecida por el terror, escuché su risa despectiva y humillante.
Me habló, con su voz profunda, ronca, esa que me aterrorizaba incluso cuando él no estaba. Me dijo que me amaba, que todo lo hacía por mí, que tenía que aprender como debían hacerse las cosas, como él quería que se hiciesen.
Y de repente estaba a mi lado, en la cabecera de mi cama. Me susurró, me tocó, acercó su boca a mi cara y pasó su lengua por mi mejilla, me arrancó el camisón, me abofeteó.
Mi grito desesperado rompió la calma de la noche. Pero nadie me oyó, nadie me ayudó.
Busqué y busqué, desesperada. Lo había dejado bajo la almohada, lo recordaba perfectamente. Había decidido que aquella sería la última noche. Que la tortura se acababa allí.
Entonces lo noté, frio y afilado. Él se paró de golpe, con las manos crispadas sujetando mi ropa rasgada, testigo de mi humillación constante. Sus ojos se oscurecieron de repente, se volvieron negros como el pozo del Infierno. Su expresión de sorpresa era casi ridícula, ya no daba miedo, ya no intimidaba, había perdido su esencia.
Su mirada se quedó clavada en la mía, su estertor se hizo ensordecedor, su sangre inundó la cama y me manchó de la cabeza a los pies. Una sangre roja que no paraba de manar.
La risa estalló en mi pecho. Una risa liberadora, vengativa.
De repente una la luz blanca, aséptica, inunda la habitación. Y allí está él, con su pelo rubio y sus ojos claros. Mientras acaricia mis manos atadas con correas, me dice con voz dulce:
- Tranquila, mi amor, tranquila.
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