Aquella víspera del día de San Juan en el mes de junio de 1970, la familia Mireya se dirigía en su
coche a atender su negocio que eran dos tiendas casi tan grandes como unos almacenes de
Confección masculina. La una estaba situada en un barrio de Barcelona, y la otra se hallaba en
un pueblo obrero colindante con la gran ciudad.
A Esteban que era el hijo mayor de veinte años de los Mireya que tenía un temperamento
retraído; con tendencia al aislamiento se le hacía muy cuesta arriba tener que despachar a los
clientes que pudieran venir a comprar. Siempre pensaba que fracasaría en aquella actividad y
que todo le saldría mal.
Como era la costumbre aquella fecha era una jornada de un trabajo agotador, y aunque se
sabía a qué hora se entraba en la tienda no se sabía en cambio a qué hora se saldría porque
todo dependía de del flujo de clientes, y a lo mejor la jornada laboral terminaba a las diez de
la noche.
A Esteban le hubiese gustado asistir a una fiesta que se celebraba en una torre de veraneo de
un amigo en un pueblo marítimo que no estaba lejos de Barcelona, donde iban chicas muy
atractivas, pero en vista del trabajo que se le venía encima ni tan siquiera se atrevió a
planteárselo a su familia por el temor de que su padre le tachara de irresponsable. Él tenía
que cumplir con su misión sin rechistar, y nada más.
Primero empezaron a entrar gradualmente en el establecimiento algunos clientes; mas a
medida que avanzaba la tarde en el comercio empezaban a entrar oleadas de gente dando
lugar a que a Esteban se le hiciese un nudo en el estómago similar a los toreros al salir al
ruedo de una plaza.
- ¿Qué desean? - inquirió Esteban a un matrimonio de mediana edad que la mujer era obesa,
pero que el hombre era un sujeto delgado y escuchimizado.
- Unos pantalones. ¡Pero que sean buenos eh! - respondió la mujer muy seria.
Esteban diligentemente le tomó la medida de la cintura al cliente, y les mostró todos los
pantalones de distintos colores que podrían irle bien.
- No me gusta, no me gusta, no me gusta ninguno... - iba diciendo la mujer con una expresión
de asco.
- ¿Por qué no? Fíjense en este pantalón de color azul marino. No tan sólo es de calidad, sino
que además está muy bien de precio - insistió Esteban con la boca seca.
Entonces la mujer con su cara de pocos amigos dijo señalando a un pantalón de un color
marrón claro que estaba colgado en un extremo del mostrador:
-¡Quiero ese!
- Ya. Pero resulta que este que usted dice no es de su talla. No le iría bien - arguyó Esteban.
- ¡Ah! Pues nos vamos a mirar a otro sitio. - expresó la mujer dando media vuelta.
-¡Esperen! No se precipiten. Tenemos otra tienda y llamaré ahora mismo a ver si tienen este
pantalón pero de su talla.
Esteban llamó por teléfono a la otra tienda donde estaba su padre, y hubo suerte. Allí tenían
la prenda que quería aquella mujer. Así que esteban les aseguró que el próximo día tendrían
el pantalón a su disposición, por lo que ellos dejaron una cantidad de dinero y se marcharon.
Se daba el caso que en aquel tiempo venían a Barcelona donde se disfrutaba del pleno empleo
muchos inmigrantes de todas las regiones deprimidas de la península para mejorar su nivel
de vida; trabajaba toda la familia, y por supuesto necesitaban ropa para todos los miembros
de la misma.
- Yo quiero un traje que sea bueno, bonito, y barato. Las tres B. ¡ Jajaja!- pedía otro joven
cliente.
Otro dependiente se afanaba en enseñarle algunos trajes de verano. Al cabo de mucho rato de
mirar, y remirar el cliente se decidió por uno de color bexe. Pero evidentemente se lo tenía
que probar.
El joven entró en un mostrador, y se tiró unos largos cinco minutos en probarse aquella
indumentaria.
- El pantalón me viene ancho - dijo él mirándose de un modo narcisista en el espejo.
Se hizo necesario tomarle medidas para podérselo arreglar.
-Lo quiero para mañana, que tengo un compromiso - exigió.
Las trabajadoras que eran las mujeres de los dependientes que estaban en una habitación
cosían y descosían sin parar, y allí fue a parar aquella prenda.
Cuando el cliente pasó por Caja, como casi todo el mundo y pensando que él era un tipo
especial pidió con un aire chulesco:
- Me harán un descuento ¿verdad?
- Oh no podemos. Lo tenemos prohibido por la dirección - respondió con una sonrisa la cajera
que era una mujer que se parecía a una actriz de cine, y era precisamente la madre de
Esteban.
¿Es que acaso la singularidad personal sólo tiene validez para uno mismo, pero que desde
una perspectiva global y masificada sólo somos un número y ésta apenas cuenta? ¿Ser alguien
es en términos multitudinarios es no ser nadie?
Mientras tanto Esteban atendía a cinco clientes a la vez y se tenía que acordar de lo que quería
cada uno.
Seguidamente se presentó en la tienda un hombre que iba solo; pidió una camisa de manga
corta, y enseguida se quedó con una de color rosado muy vistosa. Pagó, y se marchó.
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