La loba (2ª Edición)

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            Luna llena. Sangre y nieve. Soy perseguido por demonios a través de un infierno helado profanado por mis huellas ensangrentadas. A pesar del frio mi miedo empapa de sudor mis ropas. Pueden olerme, lo sé. Olfatean mi huida a través del bosque sumido en una oscuridad de pesadilla. Ella lidera a su jauría de lobos, sedienta de mi alma. Ella. La loba. Diosa cruel víctima de mi maldición. Vuelvo a caer al suelo en mi enloquecida carrera, este me recibe como un gris sudario sanguinolento. Vomito un apestoso alarido de fluido vital, rojo oscuro como el corazón del Diablo. ¿Cuándo terminará este grotesco Vía Crucis? ¿Cuánto tiempo más expiaré mi horrendo pecado?

            Vuelven las alucinaciones ¿o son recuerdos que desearía olvidar misericordiosamente? Me veo a mi mismo oficiando un sacrificio ante la cruz que preside el templo. Carne y sangre. Venus crucificada para mi salvación eterna. Corderilla inmolada en el altar de piedra iluminado por innumerables cirios con trémulas llamas ante el aliento de dioses de religiones olvidadas tan antiguas como la humanidad. La virginal doncella escucha inconsciente mi invocación al guardián invisible. Siento el legado de multitudes en mis huesos. Realizo mi ofrenda a la tormenta. Me encierro a salvo en el círculo de la estrella de cinco puntas. Contemplo a Isis entronizada que me susurra al oído con voz de serpiente que serán míos el poder y la gloria por siempre jamás, y que mis días no tendrán fin porque he burlado a la muerte. El pórtico de la iglesia se abre para mostrarme a mi víctima y verdugo. Alta y resplandeciente como oro blanco alquímico, envuelta en pieles de loba blanca. Enseñándome como una herida sangrante en su níveo rostro su sonrisa de pérfida lujuria y colmillos afilados de animal salvaje mientras sus ojos brillan como las llamas del abismo. Ella me espera. La loba me invita a salir del recinto sagrado para llevarme a la condenación eterna.

            Las visiones me abandonan a tiempo de oír los aullidos. Están muy cerca, con sus antorchas de luz cegadora. Los habitantes del pueblo y los del castillo vienen a por mí, ebrios de ira. Como lobos en la noche. Me apresan como a un vulgar criminal, como a un animal acorralado. La manada de bestias humanas me rodea gruñendo y rugiendo. Se acabó. Como Eva madre de todos los mortales y de un hijo de un Dios en el que no creo, ella me hace probar el amargo cáliz que sabe a fruta prohibida, a vino envenenado y pan duro como un corazón de piedra. ¿Por qué tuve que hacerle eso a mi hija adolescente, recién estrenado su flujo de sangre que da la vida? ¿Por qué ansié alcanzar la vida eterna? Escucho derrotado en mi interior una risa cruel, enloquecida y burlona que aúlla llenando de lágrimas mis ojos con vengativa perversidad de niña-mujer maldita. Oigo la voz del inquisidor que amenaza y sentencia con grave tono de ultratumba:

            -Arderá por esto, obispo.

            Respondo resignadamente mientras me llevan a la hoguera:

            -Si, por toda la eternidad.


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