En los minutos previos al despegue ese puñetero gusanillo empezaba a horadarme el estómago como advertencia de que algo no iba bien. Podía sentirlo abrirse camino a través de mis entrañas provocándome retortijones continuos que perduraban hasta que el avión se estabilizaba en altura. Eran minutos angustiosos producto de un temor infundado.
Para tranquilizarme solía recurrir a datos estadísticos que concluían que era mucho más sencillo morir por el impacto de un rayo o el ataque de un hipopótamo que por un percance en un avión. Pero el miedo es irracional y cuando te domina es muy complicado dialogar con él, y mucho más, convencerlo.
Así estaba yo en ese momento, tenso, sudoroso, intentando mantener la calma cogido de la mano del copiloto, que como siempre en cada despegue me preguntaba,
"¿Le pasa algo mi Comandante?"
sebástian tull, 2018
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