Neeja, pequeña para sus doce años, poseía una preciosa cara redondita y simpática. Una boquita en forma de corazón de labios rosados y unos grandes y rasgados ojos del color de las almendras habían inspirado a sus padres su nombre, que significaba lirio.
Un día, unas mujeres muy amables que habían pasado por la aldea le habían regalado una muñeca. Desde entonces no se separaba de ella para nada. Se reunía con sus amigas, Sarayu y Chitra a la orilla del río, acabadas las tareas diarias, e imitaban a sus madres cuidando de sus retoños y hablando de sus problemas conyugales. Esos juegos de imitación que enseñan a los niños a hacerse mayores.
Su padre no había querido que Neeja fuera al colegio. Decía que no era para aprender para lo que había venido a este mundo. Ella no conseguía entender que quería decir con eso, pero le gustaba la vida tranquila de la aldea, ayudar a mamá que era muy cariñosa con ella y cuidar de sus hermanos pequeños a los que adoraba.
Un día su madre la llamó cuando estaba dando de comer a las gallinas. Sujetaba en sus manos el sari más bonito que Neeja había visto jamás. De color azul cielo, era de una seda crujiente y suave. Todo el estaba bordado con hilo de oro y perlas.
- ¡Oh madre, que preciosidad! ¿Para quién es?
- Para ti, mi pequeña, si tú quieres. Le dijo mientras sonreía dulcemente. Lo extraño es que sus ojos no lo hacían, al contrario, estaban poseídos por una tristeza infinita.
- ¿Qué tengo que hacer? Preguntó Neeja con la ilusión invadiendo su semblante.
- Verás, mi amor, esta tarde vendrá un señor a verte. Solo debes ser lo más amable que puedas con él.
- ¿Un amigo de papá? No te preocupes, madre. Seré educada y le trataré muy bien.
Ella le sonrió, pero, la tristeza de sus ojos había ganado la batalla y se había extendido por toda su expresión. Miró al suelo y no dijo nada más.
Una hora antes de la llegada del invitado, Neeja ya le esperaba sentada en la habitación de sus padres. Preciosa con el bonito sari cuyo color favorecía el moreno de su piel, su madre había cepillado durante largo rato su larga melena hasta conseguir que su pelo negro brillara como tachonado de estrellas. Por primera vez había pintado sus ojos con khôl y había resaltado el rojo de su boca. También dibujo los símbolos ancestrales en sus manos con henna.
La niña se sentía mayor, importante. Sus hermanos pequeños habían empezado a mirarla con respeto.
Ya empezaba a impacientarse cuando su madre la llamó, suavemente, desde la puerta. Cuando salió, ella la esperaba para darle los últimos consejos:
- La cabeza gacha, no lo mires directamente a los ojos, la mirada siempre baja y no hables si no se dirige a ti directamente. Si lo hace, háblale siempre de usted y con respeto.
Neeja agradeció estos consejos porque no quería provocar el enfado de su padre, pero no entendía todo aquello.
¿Por qué sus hermanos no estaban también allí? ¿Por qué se habían gastado tanto dinero en vestirla así, si la economía familiar atravesaba momentos tan difíciles? ¿Por qué su madre le decía como comportarse si nunca lo había hecho antes?
Mientras pensaba todo esto, caminaba tras la figura de mamá mirando al suelo y con las manos cruzadas delante.
Al penetrar en la sala oyó la voz de papá que decía:
- Bien, Mr. Nehru, aquí esta Neeja. Mírela, es guapa y fuerte. Le dará muchos hijos varones y fuertes. Además, puede encargarse perfectamente de las tareas de su hogar.
A la niña se le heló la sangre. Lo había visto antes en otras chicas de la aldea. Casadas a la fuerza con hombres mucho mayores que ellas, las veías pasar camino del río a lavar la ropa, seguidas por un montón de niños. Encorvadas, con apariencia de ser mucho mayores, casi todas ellas lucían en su cara las caricias de sus respectivos maridos.
En un momento en que la atención de los adultos se había desviado de ella, se atrevió a mirar a su prometido. Era un señor de unos 50 años, bajo, de barriga prominente, calvo, su cara grasienta y sudorosa estaba roja como un tomate.
Su padre despidió a Mr. Nehru con un apretón de manos que sellaba el destino de Neeja para la semana siguiente.
En los días que siguieron a esta entrevista, con el corazón atenazado por el miedo y la angustia, la futura novia no comía y se pasaba el rato llorando cuando creía que nadie la veía. La noche precedente a la ceremonia, su madre se sentó al borde de su cama y, acariciándole el pelo con dulzura le dijo:
- No llores más pequeña, solo puedes resignarte a tu destino como hice yo. Sobre todo, acuérdate de esto, no te resistas, nunca te resistas.
Y lo intentó. Cuando, esa noche, Mr. Nehru dejó caer todo su peso sobre su pequeño cuerpo mientras sudaba y resoplaba, cuando le abrió las piernas, sacó su miembro y se le acercó, ella cerró los ojos y no se resistió. Pero cuando sintió el dolor, se revolvió. Gritó, mordió, arañó…
Él, entonces, se volvió loco. Agarró su cabeza y empezó a golpearla hasta que ella dejó de luchar. Cuando eso ocurrió, la penetró de forma salvaje.
Sin resuello ya, se apartó de la niña.
La ropa desgarrada dejaba al descubierto un cuerpo infantil e inmaduro, hecho un guiñapo. En su cara tumefacta apenas se distinguían las finas facciones. Su precioso pelo negro, enredado y a mechones arrancados, se desparramaba por la cama. La sangre la rodeaba como no queriendo alejarse de ella.
Mr. Nehru les dijo a los padres de Neeja que estaba muy decepcionado, que la niña se había portado muy mal y que había tenido que castigarla. Una desgraciada caída había acabado con su vida. Pero, como era un honrado caballero, les pagaría el precio pactado y esperaría a que la hermana de Neeja, dos años más pequeña que ella, tuviera la edad adecuada.
La madre no lloró. Solo pareció envejecer y encorvarse de repente.
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