El libro rojo de Max, cap. 2

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"Qué delicioso", pensé. Mi boca no lograba pronunciar una sola palabra, tan sólo a tratar de coger el aire que precisaba para respirar. Esos labios que hace poco estrenaban los míos se hacían de mi intimidad con hambre inquieta, sus ojos me miraban de vez en vez, con aire atrevido y lujurioso que encendía las más bajas pasiones que lograba cifrar. Desnuda ella con su piel de arena, alumbrada con la pálida luz de la lámpara del comedor. Desnuda con sus cabellos azabaches, cortos y ondulados, que acariciaba con la más pura idolatría, total felicidad.


Jamás había imaginado cuán intensa era la sensación de estar así, entregado a los caprichos de lujuria. En la plenitud de mi lozanía, sentí liberado, desde lo más profundo de mi ser, la tibieza que derramé improntamente en sus labios, la vida en esencia, las gotas ansiadas del elixir divino. Sentí la temporal renuncia del alma al cuerpo, elevándose por un instante para volver a mi ser con el cansancio incierto de la primera vez.

No advertí el momento en que estaba ya recostado en la cama, sintiendo en mi faz la humedad entre las piernas de mi amante, ahí libando las delicias de su anhelada gloria, aprendía a quererla como ella me pedía, a deslizarme entre sus labios ardientes, surcando el camino que llevaba a provocar su delirio. Qué sublime goce cuando de nuevo escuché las dulces notas de su voz suspirando y evocando mi nombre, con la desesperante ansía de su constante aprobación.

Lo volví a sentir, esa firmeza que se hacía insoportable.


Liz apartó de mí poco a poco su sexo para besarme y probar su más íntimo sabor, yo tomaba en mis manos su cadera y acariciaba sus piernas, subiendo mis manos poco a poco hasta sus hombros. Dejó caer sobre mí su cuerpo, buscando pacientemente mi falo al que comenzaba a mesar poco a poco, de arriba a abajo. Al instante sentía su estrechez rodearme, y solté un suspiró que acalló con besos de nuevo.

Me deslizaba adentro de ella, y un "te amo" se escapó de mi boca. Cuerpo contra cuerpo sentí nuestra unión hundirse en el frenesí de un placer que no conocía, ella se contoneaba sin soltarme un sólo momento, yo entregado a recorrerla por entero, me abrazaba a esa sensación cada vez más fuerte, perdía el control por entero en cada sacudida, en cada caricia que nos regalábamos.
Entonces, apenas advertía lo inevitable, logré regalarle el más exquisito orgasmo, a la par que el mío.


Empapados y sin fuerzas, nos rendimos al silencio. Ya no había marcha atrás.


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