El Valle de los Tirados

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Garbancita era una niña guapa, vivaracha e inteligente.
Su mamá y ella eran muy buenas amigas, les gustaba pasear juntas y hacerse confidencias, por eso siempre daban una vuelta en coche al salir del cole.
Aquella tarde tuvieron que parar un momento en la gasolinera. La niña se quedó esperando dentro del coche mientras su mamá entraba a pagar el combustible.
Miraba embobada como el sol de color naranja se escondía tras una enorme montaña cuando, encima del capó vino a caer un ciempiés.
Era grande, casi tanto como ella. Los anillos de su cuerpo se movían constantemente haciendo variar los dibujos de su espalda. Las decenas de piececitos sobre los que caminaba calzaban pares de zapatos iguales, pero de diferentes colores. Azules, blancos, morados…
De repente se giró hacia Garbancita, llevaba un bombín de color negro y unas gafas redondas que se subía constantemente con sus manos enguantadas.
- ¡Eh, niña! ¿me echas una mano?
Le dijo con una voz chillona, que sonaba igual que un violín desafinado. Ella bajó del coche y, de repente se dio cuenta de que la gasolinera había desaparecido. Ya no estaba, como tampoco la tienda, las casas de alrededor y mamá.
Se asustó y noto como las lágrimas acudían a sus ojos.
- ¿Dónde está mamá? Preguntó con un hilo de voz mientras hacía pucheros.
- ¡Oh vamos! - dijo el ciempiés irritado - ¡no me dirás que vas a lloriquear! Necesito que me ayudes. Me caí de ese árbol cuando comía un poco de esas hojas tan dulces y jugosas. No debí haberme parado, pero tenía hambre y no pude evitarlo. Pero necesito llegar cuanto antes al Valle de los Tirados. Me esperan para una reunión muy importante.
La niña le escuchaba mientras los últimos lagrimones se secaban en sus mejillas, suspiraba y se sorbia los mocos.
- ¿Y cómo puedo ayudarle yo? Le preguntó.
- Es evidente – dijo el ciempiés señalando el coche con cara de asombro – tienes un vehículo. Llévame y, cuando lleguemos, te recompensaré.
Garbancita lo miró con los ojos abiertos como platos y la boca abierta.
- Pero, pero… ¡yo soy muy pequeña y no se conducir! ¡Mamá me mataría! - y ya enfadada - además ¿por qué tengo que saber yo donde está ese Valle que dice usted?
Las gafas del ciempiés resbalaron por su inexistente nariz. La miró por encima de ellas con el ceño fruncido. Luego le dijo en tono de burla:
- ¡Mamá, mamá, mamá! ¿es que no sabes hablar de otra cosa? Y ¿qué demonios significa conducir? Solo quiero que ordenes a tu vehículo que nos lleve allí. A mi no me hará caso. ¡Vamos, vamos, rápido! Dijo moviendo sus manitas de derecha a izquierda para meterle prisa.
La niña salió corriendo asustada por la insistencia impaciente del insecto. Subió al coche por el lado del conductor y apoyó las manos en el volante. Observó cómo su pasajero se situaba en el lugar del copiloto.
- Vamos, pídeselo. Dijo.
- Coche, llévanos al Valle de los Tirados. Ordenó sin convicción.
Inexplicablemente, este se puso en marcha y encaró el camino de tierra como si supiera donde iba.
El ciempiés se arrellanó en el asiento con cara de satisfacción.
- Tardaremos un rato. Supongo que no te importará que eche una cabezadita.
Y dicho esto, empezó a roncar como si de un elefante se tratara.
Garbancita observaba pasar los diferentes paisajes a través de la ventanilla. Tan pronto atravesaban grandes extensiones cubiertas de hierba de un verde brillante, como se veían inmersos en el mar rojo y ondulante que formaban las amapolas.
De repente, una enorme cadena montañosa les corto el paso. Grandes extensiones de piedras negras amontonadas unas sobre otras, se alzaban hasta casi alcanzar el cielo. Grandes cumbres blancas las coronaban. El coche se detuvo de forma brusca despertando al ciempiés.
Este se restregó los ojos haciendo caer sus gafas. Con voz somnolienta, preguntó:
- ¿Ya hemos llegado? ¡Ah, vaya, las montañas!
Y acariciando el salpicadero, dijo:
- ¿Qué pasa, pequeño vehículo, acaso te dan miedo las alturas?
El coche volvió a encenderse, dio marcha atrás y, con un acelerón enfadado despegó como si de una avioneta se tratara.
La niña sujetó el volante más fuerte, poniendo cara de susto. Pero cuando, las cumbres nevadas empezaron a pasar rápidamente bajo sus pies, su expresión cambió por la de una atención extasiada.
Y, pasadas las montañas, un gran Valle apareció ante sus ojos. Oyó la voz del ciempiés que decía, “¡en casa, por fin!” pero la pequeña ni le miró. No podía apartar sus ojos de la imagen que tenía delante.
Todo estaba inclinado hacia la izquierda en aquella tierra. Los árboles, las flores, las casas… ¡incluso los habitantes caminaban inclinados a ese lado!
El coche aterrizó en la Plaza Mayor del pueblo, cuyo centro estaba ocupado por la estatua de un castor con grandes bigotes y un sombrero de copa. Una banda con condecoraciones atravesaba su pecho. Garbancita bajo mirando con curiosidad la estatua:
- Impresionante, ¿verdad? Es el Señor Castor, nuestro querido alcalde. Dijo el ciempiés.
Pero, al mirarlo, la niña se dio cuenta de que, aunque él permanecía inclinado, ella estaba completamente recta.
- Dime, ¿Por qué está todo torcido aquí?
El ciempiés la miro extrañado:
- ¡La única que está torcida eres tú! – le contestó, luego se rio – Te lo explicaré. Hace muchos años, vivíamos felices en otra tierra. Un día, una horda de cazadores invadio nuestras tierras. Pretendían servirnos a todos para la cena. Tuvimos que huir y escondernos en el bosque, pero aquellos tipos no cejaron en su empeño. Cuando ya no teníamos a donde escapar, nuestro alcalde invocó a los duendes para que nos ayudaran. Ellos, mediante un conjuro, lanzaron nuestro pueblo y a todos nosotros a través del espacio y el tiempo. Pero tuvimos la desgracia de que aquellos duendes tenían mala puntería, así que, aterrizamos sanos y salvos pero inclinados, como si fuéramos a caer en cualquier momento. Por eso este lugar se llama el Valle de los Tirados. Y ahora debo acudir a mi reunión. Has sido muy amable. Te estoy muy agradecido y, si quieres volver a visitarnos, solo tienes que entrar en el vehículo y decirle que te traiga aquí. Hasta pronto amiga.
Le tendió una de sus manitas enguantadas y ella se la estrecho muy seria y formal. Entró en el coche y el ciempiés, acariciando el salpicadero, dijo:
- ¡A casa, amigo!
Cuando Garbancita llegó a la gasolinera, tuvo el tiempo justo de sentarse en el asiento trasero y ponerse el cinturón antes de que su madre apareciera en la puerta.
Mamá arrugo el ceño cuando le dio al contacto:
- ¡Que raro! Creí que había llenado el depósito, falta la mitad.
La niña sonrió.

 


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