Aquel soleado día de verano del año 2.000 Tomás Fáregas que era un hombre de mediana edad que se ganaba la vida en una inmoviliaria, se hallaba en la playa de Barcelona en compañía de un viejo amigo suyo del trabajo hablando del sexo femenino, y él le dijo con mucha convicción:
-... Sí Domingo, sí. Tienes que admitir que las mujeres son superiores a los hombres en muchas cosas. Por ejemplo ellas son más prácticas que nosotros, y tienen una perspectiva de las cosas más amplia que la nuestra. Y si en las empresas las féminas pudieran ostentar cargos de más responsabilidad con unos sueldos iguales al de los hombres, te aseguro yo que todo iría mejor.
- Así que tú eres feminista... - quiso puntualizar su amigo Domingo.
-¡Sí! ¿Tú no?
- No sé... Yo pienso que la justicia social tiene que abarcar a todo el mundo sin distinciones de ninguna clase - respondió Domingo.
- ¡Claro! Y a esos tipos que maltratan a las mujeres habría que darles un buen escarmiento- expresó Tomás con suficiencia llevado por un ancestral sentido caballeresco-. ¿Sabes lo que pasa? Que hay mucho cretino que tiene un ego muy subido y se cree que puede dominar al más vulnerable. Y esa clase de sujetos, en razón de su endiosamiento, no tienen ni una pizca de empatía. No saben ni escuchar, ni comprender a nadie. ¿Estamos?
- Sí.
Aquel atardecer cuando Tomás Fábregas salió de su oficina y regresó a su casa vio que su mujer Inés que era una mujer morena, de cabello corto; y muy vital, no estaba, y no tardó en empezar a sentirse solo, desamparado. Le dio la sensación de que ella huía de su influencia. Al cabo de un rato que a él se le antojó una eternidad vino su mujer Inés, la cual cuando se percató que su marido ya estaba en el hogar no pudo evitar de sentir un vacío en el estómago que era una señal de ansiedad.
- ¡Oye! ¿Sabes qué hora es? - le dijo Tomás en un tono irritado.
- Bueno. Es que me he encontrado en la calle con Josefina, y me ha entretenido con su charla. Ya sabes cuánto le gust hablar - se excusó Inés.
- Sí. Pero es que yo estoy acostumbrado a cenar a las nueve en punto, y son casi las diez.
- Pues haberte preparado algo tú - replicó ella.
- ¡Ah no! Eso te toca a tí. Mira. Aunque tú creas que soy un despistado que no me doy cuenta de nada, veo con claridad el fondo de las cosas. A tí te conozco como si te hubiese parido.
- ¿Qué quieres decir? - inquirió la mujer suspicaz.
- Que tú a pesar de hacerte la mujer fuerte, inconformista, sé que en esencia eres un ser débil. Te falta seguridad en tí misma, y te dejas influir por el rancio feminismo de Josefina al criticar a su marido. ¡No lo niegues! cuando tu obligación es estar aquí, conmigo que para eso nos hemos casado.
- ¡Bah, bah Tomás no digas sandeces! ¡No exageres! A mí Josefina me distrae y nada más. Al fin y al cabo no he llegado tan tarde y ahora cenaremos - dijo Inés confusa por aquel infundado sentimiento de culpabilidad en la que la quería envolver su marido.
- ¡Te he dicho una y mil veces que yo soy un señor de su castillo, y no admito que me trates como a un bobo! - gritó él con histerismo, llevado inconscientemente por una idealización de los señores feudales y patriarcales de la Edad Media.
- Escucha Tomás. Tienes que aprender a ser más tolerante. ¿Es que tú no te has retrasado nunca en alguna cita? Yo no soy tu madre que te hacía de criada cuando a tí te daba la gana. Soy tu mujer, tu compañera y yo como todo el mundo necesito tener mi espacio de libertad. Y para eso es preciso que nos tengamos confianza. Si no hay confianza entre los dos, mal andamos- atinó a decir Inés cada vez más confusa y angustiada. Pues pensaba que cómo se había podido casar con alguien tan cerril, con una mentalidad tan infantil y egocéntrica como la de su marido.
-¡Pues ¿sabes lo que te digo? que se me han ido las ganas de cenar! Cena tú, o haz lo que te de la gana. Yo me voy a la cama - dijo Tomás dando media vuelta.
Al día siguiente en el trabajo a la hora del café el amigo de Tomás le confió a éste un problema que le tenía en ascuas.
- Mira Tomas. Resulta que yo vivo en una magnífica torre en las afueras de la ciudad, heredada de mis padres en la que además pasé mi infancia, y en la que se han criado mis hijos. Pero ahora que los chicos son algo mayores, presionan a mi mujer para que vendamos, cobrar una buena suma de dinero, y vayamos a vivir a un piso más puequeño. Lo malo es que la están convenciendo, y a mí me da mucha pena dejar esta torre que para mí tiene un valor sentimental.
- ¡Bah! Tonterías. La pasta es la pasta, oye. ¿Sabes que te digo? Que eres un papanatas. ¡Tienes que ser práctico hombre! - le respondió Tomás con insolencia; como si le molestara tener que escuchar las razones personales de su amigo. Por lo que éste muy contrariado se alejó de él.
Sucedía que Tomás Fábregas de cara a la galería, para caer bien a la gente de un modo atractivo se hacía el liberal. Igual era capaz de mostrarse un convencido feminista, o criticaba el narcisismo de la sociedad, pero a la vez dicha abierta y humanista postura sólo era sobre el papel, pero no en la práctica. Para Tomás resultaba muy costoso darle un giro más positivo en su vida, porque de ese modo había sido educado.
Si bien la razón le indicaba lo que tenía qué hacer para ser más feliz, y hacer felices a cuántos le rodeaban, dicha positiva actitud no era asumida por sus emociones que le exigían practicar la intolerancia, y el egoísmo irracional.
Por eso su mujer se separó de este sujeto, y él acabó hablando solo mientras veía la televisión.
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