Scio veritatem

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El teléfono escupió su canción matinal con la que estaba programado cada mañana, no una cualquiera, “Spiel mit mir” (juega un juego conmigo), de Rammstein. Triste, tenebrosa, dulcemente aciaga, como a él le gusta.

Con los primeros acordes, de un violonchelo lúgubre, abría  los ojos, y dejaba que la futilidad de esa melodía impregnase su ya de por si ceniza alma, para preparase para otro estúpido día.

Fran era un hombre triste, esa era su naturaleza, no porque le  hubiese sido impuesto, simplemente lo había decidido por propia voluntad.

 Siguiendo la premisa de si no puedes vencerlos únete a ellos, había dejado que la tan fugaz felicidad que tiene por costumbre acomodarse en el corazón de los hombres, prometiéndoles fidelidad eterna para abandonarlos sin explicación, fuera expulsada de su camino, para adoptar como única acompañante, la siempre fiel tristeza, que engalanada con la vulgaridad y la futilidad de quien sabe que no debe esperar nada mejor de la vida, permanecía a su lado como sabia consejera, para advertirle que la mayor de las tranquilidades a las que un hombre puede optar, es a la de no esperar nada.

A sus cuarenta años, perdida esperanza y la mayor parte de su melena, Fran era un hombre vulgar. No revestía en si nada especial, y si así fuese, esta cualidad, se cuidaba mucho de no mostrarla en púlico, no fuera ser que otros considerasen aquella ostentación como un acto de provocación hacia la manada de machos, dispuestos a batirse en constante duelo por ocupar la tan codiciada posición Alfa.

A su escasa cabellera, había que sumar un rostro no especialmente agraciado, adornado con una perfilada barba de corte fino que cuidadosamente se arreglaba cada mañana. Ojos marrones, orejas ni demasiado grandes, ni demasiado pequeñas, nariz común de porte griego en alguna opinión un tanto excesiva, labios finos, boca amplia y dentadura, que sin ser de blancura inmaculada, disponía de todas sus piezas y estaba limpia y cuidada. De su estatura poco o nada se puede decir, ni demasiado alto, ni demasiado pequeño.

Si alguna particularidad hubiese que achacara este vulgar ser, tal vez le otorgaría la de la pulcritud y el porte, como base fundamental de su estilo de vida. Cada mañana cuidaba su higiene, y vestimenta, para que su cuerpo perfectamente adornado, sirviese de contraste hacia su funesto rostro.

Siguiendo la misma ceremonia de cada mañana, permaneció unos breves segundos recostado del lado izquierdo, con los ojos abiertos y las manos recogidas bajo la almohada, sirviendo de cuña para su pesada cabeza, que le parecía que en cualquier momento, empujada por el enorme peso de sus pensamientos sería arrancada de su cuello y caería desde la cama, hasta el suelo de la habitación para alejarse rodando por la alfombra granate, que tan sabiamente había elegido para disimular la sangre de su cuello cercenado, hasta perderse debajo de la cama.

“Wir teilen zimmer und das bett, brüderlein komm sei so nett” (Compartimos el cuarto y la cama, hermanito ven y sé agradable), con los primeros acordes de la tenebrosa voz de Till Lindemann, el mismo ritual; levantarse como un zombi de su tumba de algodón; primero el pie izquierdo, para que molestarse en atraer la buena suerte; permanecer un minuto escaso sentado, con la cabeza reclinada sobre el pecho y deslizar la mano izquierda sobre la pantalla  del iPhone, para silenciar la canción un instante antes de que el fulgurante sonido de los violines alzándose con fuerza, pudiesen generar en su espíritu una sensación de ímpetu repentino.

Pesadamente arrastrar su entumecido cuerpo hasta la ducha, donde se desprendía de sus calzoncillos, única prenda con la que compartía lecho, y dejarse engullir por una cascada del tibio líquido elemento, limpiando su alma de cualquier resto de esperanza, que durante la noche, pudiese haberse anclado sin su permiso, ni al de su tan entrañable compañera, tristeza. Y con el agua, disimuladamente, de forma imperceptible incluso para él, se escapaba la sal vertida desde sus ojos, para perderse entre millones de gotas colándose por el desagüe de la eternidad.

Afeitarse minuciosamente, gomina, perfume, y un traje perfectamente planchado. Elegante, sin excesos; perfumado, sin ostentación; adornado, sin pretensiones, lo suficiente para pasar por el mundo con un aspecto agradable a la vista, sin por ello ser el centro de atención de nada.

Listo para enfrentarse al mundo.

El golpe de la puerta al cerrarse a su espalda, retumbo en su cabeza como el bramido del público exaltado en un circo romano, que acaba de ver como un nuevo cristiano es arrojado a las fauces de la peor de las fieras que existen, llamada rutina. Un ser mezcla de Grifo, Dragón, Kraken y Medusa, capaz de hacer estremecer al más valiente de los héroes. Un monstruo concebido para acongojar tu alma, hacer hervir tus pensamientos, helar tu sangre y petrificar tu corazón.

¡Pobre Fran!, iluso entre los ilusos, tonto entre los tontos, pues poseía un don, uno tan especial que nadie quiere, uno tan único que todos rechazan, uno tan grande, que la mayoría de los hombres saben siquiera que existe, y él, incapaz de decir que no, lo había aceptado.

Gracias a ello podía cada mañana mirar al Grifo a los ojos y acariciar su espesa melena, calentar su congelada alma con el fuego que el  Dragón casi lastimeramente le ofrecía, otorgar un salado hogar al Kraken con el agua vertida por sus ojos, y o pobre de él, sentir como incluso la Medusa, le repudiaba la mirada, temerosa de contagiarse ella de su tristeza.

Fran no era un héroe, no creáis eso, ni tan siquiera se os cruce por la imaginación. Tampoco era un cobarde, eso lo había demostrado en incontables ocasiones, en las que su valentía competía en cruenta batalla con la estupidez.

Fran simplemente era un hombre.

Y ahora pensareis, pobres ilusos, que en eso os asemejáis a él.

No que va, podéis intentarlo si queréis, tal vez os atreváis a observar por el hueco de la cerradura que se esconde tras esa habitación, pero jamás, repito, jamás sabréis lo que es ser hombre.

Y os digo más; a aquellos atrevidos e irresponsables que pretendéis saber que se siente, simplemente reflexionar y pensar con detenimiento: ¿Qué sois realmente, a quien le importa en el mundo lo que hacéis, cuanto vais a vivir?. Recordad que nacisteis para morir, que moriréis por haber nacido, y tras vuestra estela tan sólo quedara el polvo inerte que se disipa en una calima de verano. Meditad para ser conscientes que ninguno de vosotros sois tan viejos que no os permita vivir un día más, ni tan jóvenes que no decida arrebataros el alma hoy mismo, y si en algo es especial Fran, si en algo el ser hombre y ser consciente de ello tiene algo de particular, es que a diferencia vuestra, se sienta conmigo a cenar cada noche, cuando agotado regreso de mi  quehacer diario y posando en el perchero mi túnica y mi guadaña, me mira fijamente a los ojos y me pregunta con la única sonrisa que reserva sólo para mi - ¿qué tal tú día? – sabedor que el suyo depende sólo de él.


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