Hasta la tumba

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Su marido había sido ejecutado por el asesinato de su familia hacía tres días. Fue detenido y condenado a la silla eléctrica tras irrumpir una noche en su casa y, escopeta en ristre, descerrajar varios tiros a sus suegros mientras dormían. A continuación, no satisfecho con eso, mató también a su cuñada de 18 años.
La casualidad quiso que ella estuviera en el baño en ese momento. Al oír los disparos, cerró la puerta con el pestillo y se encogió dentro de la bañera. Le oyó como, con la respiración entrecortada, gritaba su nombre mientras destrozaba los muebles.
Golpeó la puerta cerrada del lavabo, primero con los puños, luego a patadas. Un silencio repentino hizo que la mujer se temiera lo peor y escondiera la cabeza entre las piernas flexionadas.
Entonces se desató el infierno. Las balas atravesaban la madera de la puerta como mantequilla mientras destrozaban todo a su paso.
Cuando todo acabó, sobre el eco de los disparos y el humo de la pólvora se elevó su voz llamándola suavemente.
- Sal mi amor, tu familia te espera. Te echan de menos.
Ella se mordió los puños para que él no oyera sus sollozos.
Como una sentencia, la cortina de la bañera se descorrió de golpe y solo alcanzó a ver el cañón negro del arma. Pero cuando ya había entregado su alma a Dios, sonó la voz implacable de la policía:
- ¡Suelte el arma y arrodíllese con las manos en la nuca!
Ella asistió a su ejecución. Quería ver el terror en sus ojos, quería verle morir.
Pero el demonio nunca tiene miedo. Apareció en la habitación con su expresión de cinismo habitual y miró la silla eléctrica con desprecio.
Lo último que gritó antes de que lo frieran fue:
- ¡Te mataré!, mientras la miraba a los ojos y se reía.
Esa noche, justo tres noches después de la ejecución y a las tres de la mañana, la misma hora en la que él irrumpió en su casa y asesinó a toda su familia, un sonido la despertó. Con los ojos entrecerrados miró la habitación en penumbra. Las sombras de los muebles y el movimiento de la cortina le daban a todo un aspecto fantasmagórico, pero no era diferente a otras noches.
Se rio de si misma. Había comprobado puertas y ventanas antes de acostarse, había conectado la alarma, la ventana de la habitación, aunque un poco abierta, estaba protegida por gruesas rejas. Nadie podía entrar en el fortín en el que había convertido su hogar a pesar de saber que aquel monstruo repugnante estaba muerto. Que ya no era una amenaza para ella.
Se giró en la cama y volvió a dormir.
De repente, sintió el peso de un cuerpo dejarse caer a su lado. Le llegó su olor, ese que había aprendido a temer, su respiración entrecortada. Una mano apartó el pelo de su oído y le susurró mientras le lanzaba su aliento apestando a alcohol:
- ¿Creíste que la silla eléctrica te iba a librar de mí?
Su risa sonó lejos. Luego silencio.
Se incorporó y encendió la luz aterrada. El cuarto parecía vacío, pero estaba segura de haber notado su presencia y oído su voz, no había sido un sueño. Se levantó intentando no hacer ruido y abrió el armario de golpe. Nada.
Revisó el baño palmo a palmo y se asomó al pasillo. Aparentemente todo estaba en su sitio y la tranquilidad reinaba en toda la casa.
Cuando se dirigía a acostarse más tranquila, le pareció que los faldones de la cama se movían. Probablemente era efecto de la corriente de aire, pero no se quedaría tranquila si no lo comprobaba.
Se arrodilló lentamente, levantó el bajo del nórdico y se inclinó a mirar.
Allí estaba, tumbado con un botella de vodka en una mano y un cuchillo en la otra. La miraba con ojos brillantes de emoción mientras suavemente, le decía:
- Hola, mi amor, cuanto tiempo. Te echaba de menos.
Luego se rio, de la misma manera que lo había hecho el día de su ejecución. Ella estaba paralizada por el terror, incapaz de moverse, de huir.
De repente, el hombre soltó la botella y su mano se dirigió a ella mientras el brazo se alargaba anormalmente. La agarró por el cuello y tiró para arrastrarla a su lado. Mientras, la mujer gritaba aterrada luchando contra la garra que la atenazaba.
Cuando desapareció bajo la cama, se hizo el silencio. Un silencio de sepulcro, roto solo por una frase lanzada con ira:
- ¡Te dije que te mataría!


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