C A O S

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El olor a humedad y el humo del cigarro daban como resultado el aroma más asqueroso que haya podido inhalar en 20 años de vida. Hasta el aspecto de la habitación me generaba cierto asco, las paredes que en algún momento fueron blancas, ahora estaban todas amarillentas; los pósteres estaban totalmente adheridos a los muros, dando un aspecto macabro a las caras que se asomaban en la foto; lo único resaltable de ese lugar eran las bellísimas guitarras perfectamente acomodadas en un rincón, lo demás era un completo desastre: repleto de ropa sucia en el piso, también basura de comida y algunas botellas de cerveza artesanal.

“Bueno, podrá ser un desordenado pero de buen gusto”, pensé, aunque no tenía mucho sentido comparar una cosa con la otra. Quizás lo estaba justificando, pero no tenía problema con eso. Podía ser un hijo de puta con todos, pero al menos conmigo era un hijo de puta muy caballeroso.

La puerta del cuarto se abrió y se asomó mi perdición con el semblante serio, pero con la mirada encendida. Sus ojos me invitaban a seguirle la corriente en lo que fuera. Recordé aquella primera vez que lo vi, sabía que ese hombre era el caos andante. A donde iba él, los problemas también; y si estos decidían no ir tras él, entonces los buscaría hasta encontrarlos. Porque así era él, así le gustaba ser. Y a mí me encantaba como era, un desquiciado por la vida; que amaba su música como a mí.

Sonrió de lado sin expresar no más que su felicidad de verme ahí, sentada en su cama, vestida de la forma que más le gustaba: con una de sus camisas puesta, y con los botones hasta el cuello. Le encantaba quitarlos uno a uno viéndome a los ojos, le fascinaba ver cómo me estremecía cada que sus manos frías se topaban con mi piel tibia. Y a mí me volvía loca sentir como entre su tacto helado y mi calidez, podíamos convertirnos en uno solo.

Se sentó a mi lado y a mi cuerpo le invadió la sensación habitual de tenerlo a mi lado: calor, picor, nervios, ansiedad, cosquillas, contracciones, escalofríos, emoción. La tremenda avalancha de emociones sólo me incitaba a echármele encima y robarle los labios como si fuera la primera vez que los probara.

Me dirigió la mirada y sonrió burlón, sabía perfectamente lo que me provocaba. Pero también sonreí con tanta seguridad como pude, retarlo era mi parte favorita.

Puso una de sus manos sobre mi pecho para empujarme poco a poco sobre el colchón, sin despegarme la mirada de encima. Pronto el castaño se colocó entre mi cuerpo y sin vacilar abrió de un jalón la camisa, saliendo todos los botones disparados por la habitación.

Me emocioné con aquello.

Quería que me besara, que me despojara del resto de la ropa y me hiciera suya de una buena vez. Pero sabía que ese no era su plan, primero tendríamos que provocarnos el uno al otro.

Sus manos frías recorrieron desde mis hombros hasta los muslos, donde ejerció ligera presión para hacer que me quejara. Consiguió que me removiera un poco y pronto colocó su agarre sobre mi casi nula cintura que él decía amar. Sus labios húmedos recorrieron la piel desnuda de mi abdomen hasta entrecortarme la respiración conforme avanzaban sus besos sobre mi cuerpo.

Me consentía, le encantaba hacerlo porque sabía perfectamente cómo. Siempre siendo él mismo, sin condición o limitación alguna, sin importar lo escandaloso que fuera a los oídos de los demás nuestro romance. O nuestra sentencia, como solían decir todos.

Sentencia o lo que fuera, así nos gustaba. Y así nos íbamos a quedar.


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