Las dos orillas (1/2)

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A hijuemil metros de altura y divisando la costa atlántica por la ventanilla me afligí por haber dejado pasar tanto tiempo sin regresar. Nunca encontré el momento oportuno: el trabajo, la escasez de medios económicos que tantas veces me obligó a deshacer los planes… Pero sobre todo el miedo, la vergüenza y las pocas ganas de dar explicaciones. «El año que viene me regreso, papá». Así, año tras año, durante demasiado tiempo. Me había acostumbrado a sus peroratas y ellos tanto o más a mis excusas. «La señoritinga ya no quiere estar con los pobres», me decían con sorna desde el otro lado de la línea cada vez que llamaba a la casa para saber de ellos. Yo perdonaba sus pendejadas porque me gratificaba escuchar la musicalidad de ese fraseo familiar que tanto echaba de menos. Pero dos días antes de mi viaje mi hermano Gustavo sonó demasiado serio para ser él y adiviné que algo ocurría: papá enfermó.

Ni siquiera avisé de mi llegada. Me planté en el aeropuerto con una maletica y un revoltijo de ropa en su interior, y unas horas más tardes la brisa del Caribe saludaba mi rostro, como cuando íbamos de comida familiar los fines de semana a Bahía Concha, para escapar del bullicio turístico de Santa Marta. Papá y yo agarrábamos dos cañas andrajosas y nos poníamos a pescar desde la orilla. Él decía que yo era la única que tenía paciencia para aprender. A la única a la que podía enseñar. Yo observaba a los demás con envidia mientras bailaban salsa, a sabiendas de que el único pez que picaría el anzuelo en aquellas tardes dominicales sería yo con las historias que él me relataba durante la espera. Después todo cambió. Crecí. O él se hizo mayor. Aunque siempre tuvo esa manera de pensar tan suya. Tan de «aquí mando yo». Tan de «tú no sabes lo que te conviene porque siempre serás mi niñita». Pero la niñita tenía carácter. Lo heredé de él.

Llegué pronto al Rodaero, desde Barranquilla, y eché la vista al Cerro Ziruma. Tras él Santa Marta se vería preciosa. Mucho más moderna. Con relucientes edificios que «se alzaban hasta al cielo». Eso me decían mis hermanos y no mintieron. Unos minutos callejeando lo certificaron. Otros pocos más y la casa apareció frente a mis ojos. María, una negrita chocoana que contrataron mis hermanos al morir mamá, salió a recibirme y me vi engullida por su abrazo.

-¡La niña Claudia! ¡Ay, Dios Bendito! ¡La niña Claudia se regresó! -dijo sin parar de besarme-. Sus hermanos no volvieron todavía de trabajar, pero su papá está en la casa.

Los recuerdos se mezclaron con el olor a pandebono recién hecho y cerré los ojos para disfrutarlo. Cuando los abrí de nuevo mi padre bajaba por las escaleras, alarmado tras escuchar el júbilo de María.

-Hola, papá. Perdóname por no avisar de mi llegada –acerté a decirle. Él me miró como solo miran los vencidos y el tiempo se detuvo para los dos. Los ojos se le enrojecieron; a mí el alma.

-Se te borró hasta el acento, hija –me dijo antes de abrazarme. Esbozó solo media sonrisa. Como si hasta entonces no hubiera tomado conciencia plena de mi ausencia. Como si yo no hubiera reparado nunca en su penar.

Se le veía bien. Mucho mejor de lo que esperaba. Quizá no estuviera tan enfermo. «Quizá mis hermanos solo me han gastado una broma desagradable», pensé. Pero pronto empezaron las toses. Pronto tronaron sus interminables carraspeos y María le ayudó a sentarse en el sofá de la sala grande. Yo le acompañé a su diestra, bajo el retrato de mamá.

-Sois igualitas –dijo mi padre al darse cuenta de mi ubicación -. ¿Qué edad tienes ya? ¿30…? ¿32 años?

-34, papá.

El cabeceó hundiendo la vista en sus recuerdos. Debió pensar que, a mi edad, mamá ya había criado tres niños y yo seguía soltera; pero no lo dijo.

-¿Qué tal por España, Claudia? Oí que están teniendo problemas con el dinero. Aquí, sin embargo, la economía crece todos los años –los ojos se le iluminaban cada vez que me sonreía; aunque entremezclara sus mimos con dardos envenenados. Yo los encajaba estoicamente.

-Estoy bien, papá. En el periódico me tienen en mucha estima. Estoy muy bien mirada.

Un pequeño yorkshire se aproximó a olisquearme atraído por los pandebonos que nos había acercado María hasta la sala.

-¿Y éste quién es? –pregunté a mi padre.

-Se llama Bruno. Uno más de la familia desde que tu hermano Gustavo se lo regalara a una de sus últimas novias y ella lo rechazara. No le debió perdonar, porque el perro sigue por aquí –papá comenzó a acariciarlo con frenesí-. ¿Sabes? Es un buen pescador. Cuando vamos a Bahía Concha se queda junto a mí dándome compañía. Aunque últimamente ya no vamos mucho –se lamentó-. Tus hermanos andan muy ocupados con sus cosas.

-¿Y por qué no van mañana? -dijo María mientras nos servía un café.

-Me parece muy buena idea, papá. Hablaré con “Gus” y con Alfredo.

-Tal vez –dijo encogiéndose de hombros. Le intuí alegría, pero un nuevo acceso de tos la alejó de su rostro.

 A la mañana siguiente, “Gus” nos llevó a todos a Bahía Concha. María llevaba en la parte de atrás una enorme perola con sancocho de pescado. Papá viajaba delante con Bruno en su regazo. Yo me la pasé todo el camino escuchando a la nueva novia de mi hermano: una modelo venezolana de interminables piernas.

 

 


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