Las dos orillas (2/2)

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Enviado el , clasificado en Drama
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Cuando llegamos, la playa estaba llena como si fuera año nuevo. A mí acudieron a saludarme tíos y primos y también sobrinos de cuya existencia solo sabía por algunas fotos de internet, pero mi hermano Alfredo se limitó a mirarnos pensativo y con gesto serio. Los niños jugaron toda la mañana desperdigados correteando por la arena mientras los mayores nos poníamos al día de nuestras vidas: risas, la música de Joe Arroyo y cotilleos sobre la última conquista de mi hermano “Gus” animaron esas horas. A mediodía, María repartió su famoso sancocho para algarabía de todos; la chocoana presumía, con razón, de ser la más reputada cocinera de la zona. Después de la comida, mi hermano Alfredo hizo un aparte conmigo y me alejo unos metros del bullicio para hablar. “Gus” se nos unió poco después.

-Papá está muy enfermo –me dijo.

-“Gus” me lo contó. Por eso vine.

-O sea, que si no hubiera sido por eso ni siquiera estarías aquí. Tienes dos hermanos, Claudia. Mis hijos ni siquiera te conocían…

-Lo sé, lo sé… He estado ocupada…

-¿Tú crees que puedes venir así como así como si tal cosa, Claudia? Han pasado 15 años. ¡15!

-Alfredo…

-¡Déjame, “Gus”! ¿Ocupada dices? Siempre has pensado en ti y en nadie más, Claudia. Te marchaste a estudiar a Europa y “Gus” y yo respetamos tu decisión, pero para nosotros no fue nada fácil, ¿sabes?

-Alfredo, déjalo ya…

-Nos hicimos cargo del negocio y de la casa. Papá no ha sido el mismo desde que murió mamá. Y tú te fuiste. Eras su «niñita» y te fuiste. Él nunca entendió por qué, aunque no te lo dijera. Tú querías hacer tu vida. Es muy respetable, Claudia, pero solo pensaste en ti. ¿Ahora regresas y pretendes que actuemos con «naturalidad»?

-¡Alfredo! ¡Para ya!

-¿Qué pasa, “Gus”? ¿Acaso te parece bien lo que hizo la “españolita”? ¿Por qué te pones de su parte?

Me llamaba “la españolita”. Como si fuera un navío de esos que recorría los mares en tiempos de la Conquista de América. Y no me gustaba. Ni de allí ni de aquí; ni de allá ni de acá. En el limbo de los apátridas y proscritos. «Ciudadana del mundo», en horas altas; «Vagabunda en el exilio», en las bajas.

Abrí mi cartera y saqué una foto de su interior para dársela a Alfredo. Supe que él lo entendió todo cuando las arrugas de enfado de su frente desaparecieron.

-¿Tú…? ¿Lo sabías? –le preguntó a “Gus”.

-No, hasta hace dos años. Me hizo prometer que no diría nada.

-¿Y papá?

-No. Papá no lo sabe –le expliqué-. Por eso no podía regresar. Quería hacerlo. Muchas veces he tenido los pasajes en la mano y en el último momento me arrepentí. Me dio vergüenza. Aún ahora me la sigue dando.

-Le queda poco tiempo… -me advirtió él devolviéndome la foto.

Asentí y me alejé de ellos en dirección a mi padre. Caña en mano, miraba el océano mientras el perro saltaba a su alrededor jugueteando. Se giró y sonrió al sentirme llegar. Yo le correspondí.

-Os he escuchado pelear. Parece que no hubiera pasado el tiempo. “Gus” y tú siempre hicisteis buenas migas, pero con Alfredo…

-No era nada importante, Papá. Ya sabes que Alfredo es tan intenso como solía serlo mamá.

-Y tú tan cabezota como tu padre, ¿verdad? –los dos reímos.

-Papá…

-Dime, hija.

-En unos días me regreso a España.

-¿Tan pronto? Pensé que estarías más tiempo –dijo sin disimular su fastidio.

-Tengo asuntos que atender en España, pero volveré en unas semanas. Cuando allá sea verano y tengamos vacaciones.

-Está bien, mi niña.

-Pero, papá… no vendré sola –dije sin apenas mirarle mientras sostenía la foto entre mis manos. Él sonrió sin sorprenderse.

-¿Y cómo se llama el afortunado? –preguntó. Yo le entregué la foto para que la viera.

-Se llama Claudia como yo. En julio cumplirá los 15.

Recibí un único beso en la frente, como cuando me arropaba por las noches cuando era niña. Me supo a un millón de arrumacos. A un océano de abrazos que llegaron con retraso.

El perro se alejó correteando entre las dunas hacia una curiosa formación de arena frente a las rocas, al este del faro, donde la marea descubría con prisa un pequeño islote. El oleaje barría de izquierda a derecha, y viceversa, creando alargados y concéntricos anillos; cincelando escaleras, con destino a ninguna parte, que obligaban al paseante que las recorría a preguntarse si subía o bajaba. Sin más compañía que el sonido de las olas golpeando la orilla con insistencia, saludamos la costa que nos recordó que también había vida al otro lado del mar.


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