Se para en un público, rodeado de gente extraña que no hace más que crisparle los nervios. No entiende que es lo que esta sucediendo, se supone que el pertenece ahí. El debería sentir en el fondo de su alma la tranquilidad de estar ahí, pero ahora solo impío vacuo le impide razonar.
Tambaleándose por su intranquilidad, se desplaza hacia la más recóndita esquina que pudo encontrar. Tratando de buscar una manera de poder entrar en esa masa, una manera de homogeneizarse con el charco de gente que se encuentra en el lugar.
Todos parecen reírse y divertirse, como si del Valhalla este lugar se tratará, pero como siempre en toda ciudad de oro, un trozo de carbón, una mancha en su brillo aparece por naturaleza. Como si se tratara de ley dictaminada por la naturaleza.
Aprovechando su altura, él logra divisar en la lejanía de otra de las esquinas, un carbón más, un extraño en el charco de agua ahí presente. La observa y ella lo observa, se miran y se mofan el uno del otro de su incapacidad de homogeneizarse con la gente.
Un concierto de miradas orquestan pese a su distancia, se comunican pese a no hablarse, pese a no olerse.
Así el tiempo transcurre hasta la muerte de ese charco, su evaporación para unirse a otra marea más grande de gente... Él la pierde de vista, se asusta y conmociona por la situación presente. La empieza a buscar desesperadamente entre la gente, como si de un barco pesquero en bravo mar navegando se tratara.
Los minutos transcurren como horas, sudor frío recorre su espalda y baila sobre su frente, su mirada explora sin cesar el panorama hasta que por fin. Divisa su espalda entre fugaces movimientos de individuos. Se acerca rápidamente con renovadas energías, lleva su mano hasta la cercanía de su hombro y se detiene. Recorre algo por su mente, se da la vuelta y se marcha del lugar. Pues “A la final de un simple extraño más se trataba”.
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