Siempre me había gustado pasear por el bosque.
Desde muy pequeña me atraparon sus leyendas, aquellas que contaban los ancianos del pueblo, creando una prohibición para que tuviésemos temor a adentrarnos en sus caminos.
Encontraba en aquel lugar mucha magia, sus llanuras, sus árboles cómo personas herguidas con sus ramas altas, que similar a las extremidades del ser humano se alzan.
Sus colores verdes y marrones con esa claridad fosca erizaba la piel, cuando con miedo por allí se caminaba.
Ya de mayor seguía con mi afición al senderismo por aquellos lares mágicos y de ensueño.
Esa tarde descubriría un secreto guardado fielmente, por los lugareños.
Estaba cansada y había oscurecido, me senté en uno de aquellos árboles centenarios.
La hojarasca se pegaba a mí cómo si tuviese imán y recostando mi espalda al tronco escuché unas voces que murmuraban.
Por momentos vino a mi mente aquella trágica historia que escuché contar a mis abuelos.
Los dos coincidían en que los cuatro vecinos del pueblo habían desaparecido.
En tiempos de guerra era posible tachar a los jovenes de desertores. Aunque un gran mutismo estaba siempre entorno a esa tertulia entre los ancianos.
Paseaba por allí a menudo y nunca había visto aquel lugar tan misterioso.
No sé el motivo, pero aquel día alguien me siguió, cuando me levanté para rodear el árbol, pusieron en mi hombro una mano, diciendome muy bajo que no me asustase.
Juntos nos acercamos por un lado y cuál fue, en principio mi asombro, al ver a los cuatro andrajosos, allí apoyados en sus bastones.
Quien no se inmutó fue el investigador que llevaba mucho tiempo sospechando que aquellos jovenes no habían desaparecido.
Y gracias a mí y a mi descanso improvisado había dejado resuelta la leyenda.
Encontrando la morada de los desertores, durante muchos años, en el árbol hueco del bosque que a mí me parecía tan mágico y la verdad que no era para menos.
©Adelina GN
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