Una mañana con Ana María.

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Hacía un bello día de sol, de esos días en que se ve y se siente un profundo resplandor, no sólo en el ambiente, sino en el rostro. Una especie de iluminación acogedora sentí cuando lo vi sentado en la terraza de dentro de la casa, que daba al mar. Él era un muchacho de treinta y ocho años de edad, cabello rubio rizado, cuello largo y fino, piernas musculosas. Tranquilo, sereno, esa era la sensación que yo tenía cuando me quedé embobada mirándolo de perfil. Él seguía imperturbable, mirando cómo la marea estaba subiendo. Se hallaba sentado en una silla reclinable, prácticamente desnudo, solo llevaba puesto un bañador de patitas. La mañana era hermosa y el sol abrigaba los cuerpos. Yo, lo seguía mirando, discretamente a su lado.

-¿Sabes? –Dije un poco cortada-. Cuanto misterio tiene el mar. Creo que es el gran desconocido. Cuantas historias humanas, cuanto tesoro, cuantos barcos hundidos –seguí-. ¿Qué es lo que querrá decir la mar cuando se pone brava?

El muchacho volvió la cabeza y me miró:

-¿Usted es la chica que tiene cita a las doce de la mañana? –dijo-. Usted debe ser Ana María ¿verdad?

-Sí, soy Ana María –Dije, explorándolo con la vista-. ¿Tú eres el chico veintidós, con el que tengo la cita de cincuenta minutos?

-Sí, yo mismo –dijo el muchacho poniéndose una arrugada camiseta blanca lisa.

Eran las doce menos diez de la mañana, quedaban diez minutos para la cita que yo tenía con el chico “veintidós”. Él se colocó la camiseta y se acercó lentamente hacia mí.

-El misterio siempre atrae más que lo que ya se sabe –dijo, parecía que se estaba refiriendo a mi primera intervención-. La verdad es que, si a mí me sacaran en estos momentos de esta zona costera…me…me podría volver condenadamente loco. El mar es como una droga que se va metiendo en el alma de una manara tan profunda, que el día que no me asomo a ver el mar, el volumen de desanimo, de tristeza, de congoja es tan amplio, que a veces, tengo la sensación de ser otra persona –dijo el muchacho apasionadamente. Hablando de la importancia del mar en su vida.

-Sí, es una autentica pasada –me sentía cómoda-. Yo no vivo en esta maravillosa parte costera, pero cuando vengo por aquí siempre me acerco a la bajamar y me quedo embobada, absorta mirando hacia el horizonte donde se pierde el mar, y me pongo a contemplar la mar como imbuida, atrapada, segura. Será por la superioridad del mar –dije cómodamente.

El muchacho se levantó de la silla reclinable, me hizo una seña, yo interpreté la seña como que debía seguirle. Yo iba detrás de él. Entramos en la casa, pasamos por el salón; en el salón había dos niños de pelos rizados, estaban extendido en el suelo coloreando. Yo andaba detrás del muchacho, entramos en la cocina, y salimos de ella por otra puerta, que daba a un patio reducidísimo, allí había una escalera con unos barrotes enjuto, subimos por la escalera, mientras subía agarré un barrote de la escalera con la mano derecha, y me la achicharré, la escalera estaba en la intemperie y le daba el sol de lleno. Llegamos a una guardilla y allí había un enorme dormitorio, que no se correspondía con lo austero de la casa de abajo que yo había visto. El muchacho se desnudo, yo interpreté que también tenía que desnudarme, y así hice. Nos metimos en una cama grande, desnudos. Entonces él me dijo que podía follarme dos veces si quería, que en cincuenta minutos podría hacerlo sin problema, el primero rápido y el segundo más intenso y largo, dijo. Yo le dije que perfecto, que yo había pedido cita para ser follada durante cincuenta minutos.

De inmediato se tragó una pastilla de color azul, y lo escuché con paciencia hasta cinco minutos, habló de cómo iba a emplear los cincuenta minutos, con una profesionalidad inusitada como un gran artista te cuenta su obra de arte. Su creatividad hizo que me pusiera cachonda con un gran deseo sexual.

Asentí satisfecha cuando hubimos follado la primera vez. Yo me quedé con más gana. Encendí un cigarrillo, yo no fumo excepto en estas ocasiones. Pasó unos cuantos minutos y comenzamos a tocarnos, nos chupamos y fue lo mejor que pudo pasarnos, enseguida nos pusimos a tono, y el golpeteo siguió hasta terminar con los cachetes de la cara, de un color rosáceo ¡sofocada!

Le pagué sesenta euros por el servicio realizado, cuando nos hubimos vestido. Bajamos por las escaleras de barrotes calientes. Y me acompañó a la puerta. Mi coche estaba aparcado en la misma puerta de la casa del muchacho “veintidós”, me monté en mi coche y me sentí extraña como si lo que hubiera hecho estuviera mal por una parte y bien por otra. Puse el disco de Carmen Boza “La Caja Negra” la canción “Dímelo”. Mientras conducía por la carretera, mi cabeza intentaba expresarse con una fuerte motivación de seguridad como planificando un relato coherente y certero. Ahora sonaba el tema “Mantra” que decía: ay, llegó la reina, con buena mierda/que la necesitáis y luego sí, os quejáis/que la vida es una condena, que no merece la pena/…no sé lo que le pasa a la gente de mi edad/será que nos hemos quedado “fuera de la maná”/ será, será/ oh, oh oh/.   Llegué a mi pequeña ciudad, todo seguía igual; la gente caminaba, los coches pululaban por la ciudad, las tiendas estaban abiertas. Me acerqué a la plaza, compré pescado (acedias, boquerones y jureles) para mis hijas y mi marido. Cuando terminé de comprar en la plaza, me fui directamente a la puerta del colegio, ya era la una y veinticinco. A la una y media salaron mis hijas de la escuela, las besé como si hiciera un montón de tiempo que no las veía. Nos fuimos a casa, y a las dos y cuarto llegó mi marido. Llegó hablando del trabajo, qué si esto, qué si lo otro…comimos pescado frito. Cuando terminamos de comer, fregué y me senté en el sofá con mi marido y mis hijas.


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