Nunca nos gustó el orfanato. Nuestros padres murieron durante la gran guerra y nosotros nos salvamos milagrosamente.
A menudo nos escapábamos y fantaseábamos vivir con una familia de verdad, paseando por las calles y parques de la ciudad. Estas excursiones siempre terminaban en la Casa. La descubrimos por azar, o quizá no. El hambre nos apretaba y aquella puerta entreabierta de la que escapaba un dulce olor a galletas recién horneadas era una tentación difícil de resistir. Al principio entrabamos con el corazón en vilo, cogíamos unas cuantas de la bandeja y nos escabullíamos a disfrutar de nuestro manjar.
Con el tiempo perdimos el temor. Nadie acechaba escondido y las galletas estaban esperándonos en cada visita, junto a dos vasos de leche recién servida. Pero no sólo volvíamos por la comida, había algo más. Una sensación de calidez que nos abrazaba al cruzar aquel umbral hasta caer dormidos.
Entonces no nos hacíamos preguntas sobre que alma caritativa estaba detrás de todo aquello, ni éramos conscientes que la casa llevaba a abandonada 8 años, desde que un obús se quedó alojado bajo su tejado.
Hoy somos dos ancianos que rehicimos nuestras vidas en otro lugar del mundo. De la casa ya no queda nada, ahora es un edificio de oficinas. Todos los años volvemos, nos sentamos en su vestíbulo y cerramos los ojos. El mismo calor, el mismo abrazo que cuando éramos pequeños. Nadie nos conoce, nadie nos hace preguntas.
En su segunda planta, hace 70 años, murieron nuestros padres bajo aquel obús mientras dormíamos.
sebástian tull, 2018
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