La tenue luz que iluminaba la sala, parecía salir de la mesita de noche junto a la cama. Empotrado al tabique salía lo que me sugirió ser un Tulipán de cristal con una pequeña bombilla, que encendía un triste e incandescente filamento rojo, escasamente alcanzaba a iluminar parte de la cama, debido al bajo amperaje.
Sentado en el borde de la cama, de espaldas a la puerta pude ver a un tipo desaliñado, corpulento y semidesnudo, sin calzoncillos ni calcetines puestos, solo llevaba una sucia camiseta de tirantes, un brazalete de cuero negro, con una gorra de béisbol andrajosa que tapaba su cabeza.
Fumaba tabaco negro de liar porque toda la habitación desprendía ese desagradable olor que penetraba a través de las fosas nasales y se incrustaba en mi córtex frontal.
El piso estaba cubierto de clínex usados, cajetillas de tabaco, colillas arrugadas y latas vacías de cerveza barata. Bajo los pies del tipo, pude distinguir una diminuta alfombrilla de "estera" pegada a la cama.
— ¿Y tú quién cojones eres?, ¿su chulo? Me gritó, ¡ya te estás largando por dónde has venido! ¡He pagado por mi servicio y me lo pienso cobrar!
Cuando aquel tipo se giró hacia mí, dejó la cama al descubierto, y creí ver a una muchacha desnuda boca abajo, maniatada al somier por las muñecas, con el cuerpo cubierto de quemaduras y ampollas sucias de ceniza. Aquella bestia había pasado toda la noche fumando, y después apagando sus cigarrillos sobre la piel de aquella chica.
Quedé paralizado con aquella terrible visión.
No reaccioné ante aquella atroz tortura a la que ese sádico estaba sometiendo a la muchacha, ni corrí, ni me abalance sobre él. El momento me sobrepasaba, me helo la sangre. De pronto, la muchacha dejó de gritar y se desmayó, no pudo soportar más dolor.
Mientras tanto, seguía junto a ella aquel monstruo y no paraba de reír.
Mi instinto de supervivencia fue más fuerte que aquellas quemaduras de cigarrillos en su piel. Retrocedí caminando de espaldas hacia la puerta reafirmando que aquella situación no iba conmigo.
Crucé el umbral de la puerta tan deprisa, que tropecé con la silla del pasillo al tiempo que oí a aquel sanguinario como la abofeteaba mientras la insultaba y le gritaba;
— ¡Despierta zorra! Le gritó, ¡Quiero oír como súplicas por tu perra vida!
Aquella bestia inmunda continuaba golpeándola para que despertase, sin éxito, y ya no pude soportar más.
Algo me sacudió por dentro en ese instante, nació en mi fuero interno algo que anuló mi raciocinio y sin pensarlo un instante, agarré el respaldo de la silla y me abalancé contra aquel indeseable, no tuvo tiempo de reaccionar y con su rabillo de ojo, pudo ver cómo le partía la silla de anea en su espalda, con toda aquella rabia acumulada, haciéndola añicos y esparciendo cientos de astillas de madera por toda la estancia.
Tras mi embestida, cayó al suelo como un cuerpo muerto, una lástima que solo fuese un desmayo. Pude hacer un bien al prójimo y quitarle su miserable vida, pero no es fácil decidir si alguien vive o muere, al menos para mí. Fui incapaz de quitarle su vida, a pesar de ser, la de este criminal.
Me acerqué a la muchacha que seguía sin sentido, le desate las muñecas, atadas con unos calcetines sucios que supuse eran de aquel tipo.
Cogí una sábana que había arrugada a sus pies, No pude evitar mirar su cuerpo, joven y hermoso a pesar de sus heridas, y la tape con delicadeza. Busque algún signo vital y su arteria confirmó en la yema de mis dedos que su corazón seguía latiendo. Giré sobre mí, buscando algo que le aliviase aquellas llagas y corrí al lavabo.
Cogí una toalla, la empape bajo el grifo y volví con ella, pero antes, maniate al cerdo, que seguía tirado en el suelo, usando sus propios calcetines, y le metí sus propios calzoncillos en la boca.
Fue tocar a la chica su espalda con la toalla húmeda, dio un respingo y comenzó a gritar. Me acerqué a su oído y le susurre;
—Ssss, calma, tranquilizante, estás a salvo.
Mientras le señalaba al suelo para que viera a su torturador maniatado.
Poco a poco se fue tranquilizando, sin perder el miedo en su cara, y fue transformando los gritos en gemidos de angustia, para acabar sollozando, con los ojos empapados en lágrimas y dándome las gracias se desmayó. Así estuve un buen rato hasta que abrió dulcemente sus ojos y habló:
—Pero, ¿quién eres? Preguntó la chica.
-No soy nadie, conteste, sólo estoy aquí y ahora. Te oí gritar, entré y vi a ese monstruo, abusando de ti.
Y ella se me abrazó llorando, y quiso explicarme pero la detuve.
—Debes darte prisa, vístete y sal de aquí lo antes posible. Acude a la comisaría más cercana y denúncialo.
Le aconseje a ella, pero asustada me repitió que no, eso no funcionaría. Ella era prostituta, y estaba fuera del juego. Los derechos y las leyes no estaban a su alcance.
—Tienes que denunciar a este criminal, le repetía, ¡no sólo por lo que te ha hecho, sino por todas las veces que se lo habrá hecho a otras chicas como tú!, ¿cuantos cigarrillos habrá de apagar en vosotras este monstruo, hasta que lo encierren?
Ella lo miró con rabia y me dijo:
—Matémoslo.
— ¿Estás loca?, no soy un asesino, jamás he matado a nadie.
—Es fácil, así dormido ni se enterara. Sólo has de taparle la nariz así, y dejará de quemar prostitutas con sus putos cigarrillos.
Y se acercó al individuo que yacía en el suelo y le pinzo las fosas nasales con dos dedos para cortar el suministro de oxígeno.
— ¡¿qué haces?! Apártate de él. (Le recrimine, apartándole los dedos de la nariz). Será un criminal, pero, ni tú ni yo somos quienes han de decidir si vive o muere. Eso debería hacerlo un juez, y en un tribunal.
Ella terminó de vestirse y se marchó diciéndome:
—Creo que te equivocas, tíos como este nunca pagan. Siempre se salen con la suya y si esperas que haya una justicia divina, vas arreglado. Ahora estas a tiempo, acaba lo te has empezado y ganaremos todos.
Registró el pantalón de aquel tipo y sacó todo el dinero que tenía en la cartera, lo metió arrugado en su pequeño bolso, se acercó al torturador y le soltó un puntapié en la nariz, que se la partió, supongo que le supo a gloria, y salió de la habitación sin decir adiós.
No te voy a mentir, llegué a pensar por un momento que quizá tuviese razón aquella prostituta, con matar a ese tipo y librar a la sociedad de un despojo como ese.
Antes de llegar a conclusiones drásticas, salí de allí a toda prisa y sin mirar atrás.
Volví a toda prisa a mi habitación, nervioso e impaciente intenté abrir la oxidada cerradura, pero se resistía la condenada, entre mis nervios por lo vivido, la impaciencia por salir de allí cuanto antes, más la ansiedad que iba “increchendo” en mi fuero interno, desembocaba en un tembleque de mis manos que a duras penas acertaba con la llave y abrir la dichosa puerta.
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