-Pasa buena noche, señorita -le dije-, sólo debo apagar las luces y es todo. No hay fantasmas.
Di una vuelta por la sala, incluida la costumbre de pasar las dos llaves nuevamente para asegurarme que estuviese bien cerrado.
En cuanto llegue y puse la cabeza sobre la almohada me incorporé, como impulsado por un espíritu, y la encontré a medio pasillo poseída por la misma fuerza sobrenatural.
Hicimos el amor sobre Orión.
Nuestras auras chocaron en un cataclismo cósmico, esparciendo polvo estelar en los rincones más apartados del universo, como dos supernovas que apagan todo al instante: fugaces, eternos, instantáneos. Observándonos solamente acordamos crear un universo propio, construir una sonda de exploración y abandonar las estrellas muertas de las promesas no cumplidas.
Nos quedamos sin estímulo para un retorno improbable y supimos que a partir de ese momento no necesitábamos alunizajes en el terreno árido del amor agonizante. Nuestras partículas deben estar ahora fundidas en algún anillo de Saturno.
Recosté todo el peso de mi existencia entre sus senos, escuche el latido sempiterno de su músculo cardíaco, ella acarició mi nuca con los ojos cerrados y dijo: me encanta estar contigo y recuperar la sensación de tener luminiscencia en las manos.
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