MIRANDA LIBRE Parte 2

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Viene de MIRANDA LIBRE Parte 1:

—Eso, si no se nos muere antes. (Contestó la mujer mientras tanteaba las carnes de la pequeña). Bueno, tráela que ya veré que hago con ella. Sacó la otra mano que escondía bajo el chal, en la que sujetaba un pequeño saquito de ante, y vacío unas pocas monedas de 25 ekweles en las manos del viejo. La siniestra mujer, sujetó a la pequeña por la muñeca y tiró de ella hacia el interior de la casa, mientras su padre se marchaba con una mueca de satisfacción y las manos en los bolsillos, acariciando las monedas que había ganado; y con la mente fija en satisfacer su ansia con una botella de aguardiente.
Se detuvo la mujer un instante y le gritó al alcohólico zopenco:
—¿Le habrás puesto un nombre?, supongo. 
Y sin mirarla contestó:
—Miranda, se llama Miranda, pero llámela como quiera.
La reacción de Miranda al ver alejarse a su padre, fue intentar zafarse de aquella extraña, gritando y llorando a su padre, que apresuraba su paso alejándose de la casa.

Miranda, en su desesperación, le pedía perdón a su padre, sin entender lo que ocurría y le rogaba que la llevara con él. 
De pronto, casi como un relámpago, sintió una bofetada en la boca tan intensa, que le hizo perder el sentido. Mientras La pequeña se desvanecía, oyó la voz de la mujer que maldecía:
—¡Mal empiezas, desagradecida, pero aprenderás, digo si aprenderás! Y con un sabor metálico en la boca, notó como resbalaba un líquido caliente por sus labios y se desvaneció. 
La arrastró del brazo por el frio suelo, como a un peso muerto, pero la pequeña no notó nada, ni frio ni calor, como si al entrar en aquella casa se detuviese su pequeño corazón. 

Cuando La pequeña despertó, estaba desnuda dentro de un barreño de quincalla viejo y oxidado, una muchacha le frotaba enérgicamente la espalda con una manopla de esparto mientras la mujer mayor le gritaba enérgicamente:
—¡Frótale fuerte, que ha saber cuándo fue la última vez que vio una pastilla de jabón. 
—Si señora, como usted diga señora. Le contestó la muchacha que de tanto frotar a la pequeña, le había dejado la piel roja.
Miranda soportó sin chistar, tanto la falta de delicadeza de la muchacha al lavarla, como el escozor que le produjo la herida del labio contra sus dientes, tras la bofetada que recibió antes.
La muchacha cogió una tela de hilo vieja, se la puso por encima a Miranda para secarla y la forzó a salir del barreño aupándola de la cintura. 
Miranda aprendía rápido, era cuestión de supervivencia.
—Miranda, (la aleccionó la señora) Aquí se aprende a la primera, no estoy aquí para perder el tiempo contigo. No hay segundas oportunidades, lo descubrirás muy pronto. Aprenderás pronto todo, ya te lo dije antes, y si te lo he de repetir, la segunda te la diré con sangre, verás como no la olvidas jamás. 
—¡Sujétala fuerte por las muñecas!
Le gritó a la muchacha que la acababa de vestir a Miranda. 
—¿ahora, por qué? Preguntó torpemente la muchacha. Y de pronto le gritó la cruenta mujer a la chica:
—Haz lo que te digo o te lo hago a ti! Encolerizada y salivando de furia. 
—Así. Prosiguió mientras la muchacha agarraba las delicadas muñecas de la pequeña. Y la mujer continuó:
—Levántale los brazos y descúbrele la espalda. 
Cosa que hizo la chica temerosa al instante, dejando aquel cuerpecillo desnudo al descubierto. Mientras tanto, la vieja ya tenía en su mano derecha, una vara de granadillo, una de las maderas más duras de este mundo. Dícese de ésta, que posee el ébano original. Madera dura y negra, como el corazón de aquella vieja de alma estéril.

Atizo a la pequeña sin contemplaciones en su delicada piel caoba, y tatuó una cicatriz que jamás se borraría, siempre estaría ahí para recordarle que era de su propiedad, y si seguía viva, era gracias a ella. 
—Sólo así se evita volver a cometer un error, y el espejo te recordará que no tienes que volver a hacerlo jamás. 
La pequeña Miranda, sollozaba entre lágrimas, al igual que la muchacha que la sujetó, que estupefacta y atemorizada, no llegaba a entender aquel castigo gratuito que había infringido la vieja en un cuerpo inocente. 
Aquella bestia de negro en forma de mujer no había inventado nada, esa forma de dominación era milenaria, y la técnica de doblegar a las masas a través del miedo, ya la utilizaban los primeros faraones en la región de Tinis del alto Nilo, allá por el 3050 antes de Cristo. 
Aquella falta de escrúpulos, le había funcionado perfectamente a la vieja malnacida. 
Una vez saciado su crónico odio al ser humano en la espalda de la pequeña, secó sus babas blanquecinas de la comisura de los labios, con la manga del vestido y ordenó a la muchacha:
—Ve a la cómoda y tráete un vestido de los viejos, y unas telas para calzones. (Le ordenó a la muchacha) y preguntó a la pequeña:
—Niña, ¡Atiende!, ¿Manchas ya por ahí? Señalando su sexo.

La pequeña Miranda no entendía nada de lo que le preguntaba aquella mujer. Pero ella seguía:
—Supongo que aún no eres mujer, todavía no te  llegó el pecado, pero cuando llegue que llegará, procura estar atenta, asegúrate de no manchar nada, o de lo contrario, te juro que te arrepentirás.

Aquello acabó por el momento, pues había mucho que hacer, y Miranda pasó su infancia, entre los inhumanos castigos de la vieja y los abrazos de aquella muchacha, para darle consuelo y algo de humanidad a su existencia. 
Pronto descubrió que en aquella casa, no todo era trabajo y dolor. Una vez a la semana, casi siempre los sábados amanecía la cocina con enseres y viandas recién traídas del mercado como huevos, fruta, carne unas veces y pescado otras tantas.
Jamás vio Miranda en su corta vida tanta comida junta, y aunque tenía prohibido llevarse nada a la boca, el simple hecho de ver aquel bodegón ante sus ojos la saciaba, y para que nos vamos a engañar, en cuanto la vieja se daba la vuelta, se metía en la boca lo primero que pillaba, y lo engullía sin masticar. Aquellos hurtos famélicos eran un bálsamo en tanta injusticia. 
Al principio, no cayó en la cuenta de quien traía todos los víveres, pero no tardó en florecer la prematura curiosidad en la pequeña. Eso la llevó a despertar en la madrugada y esconderse sigilosa debajo de la mesa que presidía la enorme cocina, a esperar al portador de provisiones. 

Tanto esperó la pequeña que acabó durmiéndose apoyada a una pata de la mesa.
Comenzaron a entrar pequeños rayos de luz a través de las ventanas de la cocina, y tras ellos, apareció alguien, que silencioso acarreaba unas cajas y las dejaba encima de la mesa y sobre la tarima. Justo cuando iba a marcharse, observó que alguien dormía bajo la mesa. La miró, y vio algo en ella que le hizo sonreír, tuvo miedo de despertarla y se apartó de ella muy despacio, se marchó de allí esbozando una sonrisa, que alelo su mirada durante toda la semana. 


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