Esa vez no consiguió ver al matutino intruso, pero quien la sigue, la consigue, y no fue hasta varias semanas después, que casualmente, los víveres se retrasaron más que de costumbre, y el susodicho no apareció por allí, hasta bien entrada la mañana. Cuando más atareadas estaban en cocina, entró un muchacho que de tan negro, brillaba, portando unas cajas con pescado y algo de harina.
Al pasar junto a Miranda, le sonrió y con disimulo le guiño el ojo, eso hizo que la jovencita bajará la mirada y continuase con su tarea.
No había mucha más relación entre ellos.
Ni palabras, ni gestos, ni tan siquiera un roce pues todo ocurría bajo la atenta mirada de la vieja.
Supo de su nombre porque antes de irse, la vieja siempre le reprochaba algo del pedido: Este pescado no es fresco, la fruta está pasada o está carne ya huele, y terminaba diciéndole:
—Sebastián, o cuidas lo que me traes o la próxima semana lo traerá otro.
Por eso supo que aquel muchacho que iba y venía en su destartalada bicicleta, se llamaba Sebastián.
Los días pasaban lentamente sin grandes cambios en la casa, había días de vara, y días de abrazos, eso ya no inmutaba a Miranda, puesto que cada día era más fuerte y aprendió a convivir con ello.
La necesidad de saber que pasaba fuera de aquellas paredes, llevó a Miranda a comunicarse con Sebastián a través de códigos secretos, que fueron perfeccionando con el tiempo, y así mantuvieron una secreta relación.
Unas veces eran pequeños dibujos con la fruta, o pequeños rollitos de papel dentro del pescado, en los que Sebastián dibujaba cosas de fuera, como cuando llegó un pequeño circo al pueblo.
Una ocasión, la jovencita Miranda, cogió los pescados fresco recién llegados, para des escamarlos como de costumbre, se fijó en el más grande, el más hermoso ejemplar de toda la caja, y al cogerlo por las branquias, notó que había algo extraño en su interior. Con la maestría de un mago, y mientras limpiaba aquel hermoso merlo, sujetó entre sus dedos, un pequeño pergamino enrollado y atado con una goma.
Lo escondió en los pliegues de su delantal y lo guardo ahí todo el día, hasta que por fin, sola y en la oscuridad de la noche, a través de la tenue luz de la media Luna, abrió el diminuto pergamino y se topó de lleno con un inocente corazón, escrito con pluma y tinta china.
Esa fue la primera vez que alguien se interesó por ella, no para aprovecharse de ella, sino para demostrarle un poco de cariño.
Ella le contestó con otro corazón, marcado con un cuchillo bajo la mesa central.
De aquellos primeros sentimientos, con mariposas en el estómago, esperando ansiosos cada sábado, pasaron al más puro amor, casi sin enterarse, y eso les llevó a los dos, a planear su fuga, de la casa, del pueblo y del país.
Sebastián se encargó de recopilar suficientes víveres, para un trayecto de varios días en altamar. Consiguió un cayuco que camuflo en una cañada poco frecuentada por pescadores. Y quedó con Miranda aquella madrugada del sábado. Ella se encargó de las prendas de vestir para los dos, y algunos cuchillos y velas que metió en un hatillo y escondió bajo su cama.
Él fue por ella, y los dos se escaparon agachados de madrugada, escondidos entre sombras, rumbo a la cañada. Cogieron el cayuco y bajaron por el rio grande. Se miraban a los ojos, cubiertos bajo la lona, sonriendo los dos, entre miedo e ilusión, se abrazaban apretándose uno al otro como queriendo retener ese momento por siempre, y miraban al frente, a la inmensa y fértil desembocadura del rio Benito, o comúnmente llamado río grande donde muere en aguas del Atlántico Sur.
Partieron del cabo de Mbini, en el margen izquierdo de la desembocadura del río Benito, rumbo a la isla de Malabo, frente a Camerún. Sin ninguna experiencia de navegación, en un pequeño cayuco que a duras penas se mantenía a flote.
Sólo tenían de cara el inmenso horizonte azul y la ilusión de libertad que al fin compartían.
No conocían lo terrible que puede ser el Golfo de Camerún, para una embarcación tan pequeña.
La travesía que iniciaron con tanto entusiasmo, se truncó en la desesperación por mantenerse a flote, cuando se toparon de lleno con una tormenta tropical tan común en aquellas latitudes.
La tormenta arreciaba, e hizo zozobrar el cayuco, y por desgracia, parte de las provisiones se fueron al fondo, suerte tuvieron de no seguirles ninguno de los dos.
Terminó la tempestad, y milagrosamente, consiguieron sobrevivir a ella, a costa de los víveres que celosamente habían conservado, y la poca agua potable que les quedaba. Así estuvieron casi tres días y tres noches. Ya daban por hecho que aquello era el fin de su aventura.
Ya habían perdido toda esperanza se ser rescatados, se aferraban a un último aliento, y dieron por hecho que pronto acabaría todo, solo quedaba saber quién se iría antes.
La suave marea que oscilaba la barcaza, fue la culpable de que fuesen arrastrados a la corriente Oceanía, que aprovechaba la fauna del Golfo, como medio de transporte y emigrar hasta las calientes aguas del trópico, haciendo de aquellas aguas un punto obligado y estratégico para pescadores y piratas a partes iguales. Ahí, la fortuna quiso que se topasen con los primeros, un pesquero vasco, que faenaba clandestinamente por aguas de Camerún. Apenas se distinguía en el radar del barco, si era un pequeño cachalote, un banco de camarones o un trozo de madera, eso les guio hasta el lugar donde divisaron un diminuto cayuco y en él, yacían abrazados y moribundos los jóvenes náufragos, Miranda y Sebastián.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales