MIRANDA LIBRE Parte 6

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Aquello daba para llenar los platos escasamente. Carecían de lo básico, todos los servicios suponía un coste inasumible, la luz, la tenían puenteada como la mayoría de vecinos de su bloque. El suministro de agua, lo garantizaba una obra a medio terminar, fruto de la especulación inmobiliaria y como resultado de la dichosa burbuja de la que tanto hablaban. 
Las únicas alegrías de Sebastián, se las brindaba su mujer y sus hijos, con los que apagaba su frustración, colocándose una careta de tranquilidad y seguridad, y daba una apariencia de relativa normalidad. 
Aun así, Sebastián salía cada mañana de casa, sin rumbo fijo, con una única idea en su mente; la de traer un sueldo a casa para que los suyos puedan comer, al menos ese día. 

Estuvo a punto sucumbir y caer en la tentadora oferta, de hacer de mochilero para unos traficantes que le ofrecían una sustanciosa solución a sus problemas. Siendo portador de unas decenas de bolas de nieve colombiana. Estas mafias emergentes y sin ni un ápice de escrúpulos, a menudo utilizaban a pobres desgraciados como gancho para delatarnos al paso de la aduana, y así derivar la atención del verdadero alijo, que portaban otros. 
Pero el miedo a perder a su familia, si lo atrapaban, le hizo rechazar la oferta. 
Tristemente las cartas de impagos seguían llegando. 
Los recibos de su vivienda, se acumulaban en el buzón, engrosando la deuda cada mes vencido. Eso ocasionó que el banco interpusiera una demanda por impagos al juzgado, y este, según marca la ley procediera al desahucio de su familia y la subasta de su hogar en tan solo treinta días, desde la última carta. Decidieron no salir de casa.
Las órdenes de embargo se colaban a través de la rendija de la puerta de entrada, y Sebastián desgraciadamente seguía sin levantar cabeza. Sólo pensaba en permanecer en interior de la vivienda, el máximo tiempo posible. 
Una mañana recibió una citación del propio banco, presuntamente, para buscar soluciones creativas. 
Aunque dudó, no tardó Sebastián en presentarse en el banco, junto con Miranda y sus pequeños, así harían más fuerza, Con la esperanza de poder llegar a algún acuerdo con la entidad, un aplazamiento, una alternativa quizás, un milagro que solucionase su precaria situación. Y llenos de esperanza, entraron en el banco. Allí los esperaba el director de la entidad, don Alberto Cortázar. 
Les ofreció café o té al matrimonio, y zumos para los pequeños, que ajenos a la situación jugaban con los utensilios de oficina del despacho de don Alberto. 
-Parad un poco niños. Les ordenó Miranda a los pequeños. Pero don Alberto, le quitaba importancia gesticulando con las manos y les decía:
-No importa, tranquilos, todo está bien. 
La charla no maduraba en ninguna dirección, dando continuos rodeos sin concretar nada, con frases muy ambiguas.
Así pasó bastante tiempo hasta que una llamada interrumpió la amigable charlar. 
El director mantuvo el auricular en su oído, callado por un instante, sonrió y afirmó con la cabeza y contestó la llamada:
-Ajá, muy bien, de acuerdo sargento. Y colgó. 
Acto seguido, cambió radicalmente su actitud para con Sebastián y lo despachó con excesiva celeridad, con un:
- Bueno, bueno Sebastián, en vista de la desafortunada situación, no hay mucho más que podamos hacer por ustedes. Si me acompañan, le agradezco su visita, pero el tiempo a prima.
Y los echó de allí como pordioseros. Los uso como clínex para hacer con ellos una bola y tirarlos a la papelera. Sebastián y Miranda fueron fieles clientes, buenos clientes, que no dejaron de pagar mientras pudieron. 
Dejaron de pagar...dejaron de ser fieles, dejaron de ser buenos.
Al volver a casa, derrotados por no haber podido llegar a ningún acuerdo, sentían hastío y ansiedad. 
-Sólo quiero llegar a casa y meterme en la cama. Se desahogaba Sebastián subiendo en el ascensor con su familia. 
Paró en su piso y abrió la puerta Sebastián, para que salieran los pequeños y su mujer, cuando al ver la entrada de su casa Miranda gritó:
-¡¿qué significa eso?!Señalando a la puerta.
Mientras estuvieron fuera, se presentó en su casa una patrulla y un cerrajero por orden del juez, y tras forzar la cerradura, accedieron al interior, cambiaron las llaves y precintaron la entrada con cintas de la Policía. Una vez acabaron el desahucio, el sargento de la patrulla, llamó al juez y después, al director del banco. 
Esa era la señal acordada entre el sargento y don Alberto, para despistar a los deudores, y agilizar los continuos desalojos de familias amparados por la ley, sin el más mínimo escrúpulo. 
Ahí estaban los dos, en silencio, incrédulos e inmóviles, sin sangre en las venas. 
Tardaron un tiempo en asimilar la nueva situación en la que se habían visto abocados, en la calle, sin un techo, sin trabajo, sin comida y con dos hijos pequeños que mantener. 
Su primera opción fue acudir a la asistenta social que conocía Miranda, y que les diesen una solución a tanto problema. 
Y así, acabaron en un albergue abarrotado de familias con su misma situación. Un lugar caótico donde reinaba la ley del más fuerte, del más rápido, en definitiva, el más caradura que tomase decisiones sin el más mínimo escrúpulo, pasando por encima de cualquiera. 
Un lugar así, se debería regir por una serie de normas, de conductas, pero, desgraciadamente hubo muchos que se las saltaron, por que podían y lo hacían por pura anarquía. 
Prohibido fumar en el interior del albergue, pero quien quería fumar, lo hacía sin importarle quien tuviese al lado. 
Prohibido comer en las zonas de descanso, pero si tenían hambre y comida en la cama, comían.
Prohibido introducir bebidas alcohólicas, y casi cada noche había borrachos como cubas a diestro y siniestro.
Prohibido el sexo en las instalaciones, y algunas mujeres y muchachos, incluso se prostituían en el interior, a la vista de todos y delante de los niños.
A Miranda como a muchas otras mujeres, a menudo le ofrecían dinero a cambio de tener sexo con ella. Claro está que eso nunca ocurrió, y se cuidó de que aquellas insinuaciones jamás llegasen a Sebastián, pondría mucho en riesgo, y ella tenía suficiente temperamento como para resolver aquel entuerto. Incluso con sus hijos delante, tal era la degeneración de algunos individuos, que les daba igual. 
Sebastián no siempre estaba para defender la honra de su mujer, era indispensable salir para conseguir algo de dinero. 

En cuanto reunía algo de chatarra o unos cartones, los vendía en la chatarrería por unas pocas monedas.
Otras veces salía muy temprano del albergue y se dirigía al puerto de atraque, por si salía alguna descarga de casualidad. 


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