Te veo diariamente cruzar la avenida principal, en ocasiones volteas de manera ligeramente ansiosa a ambos lados de la calle, como si esperaras el impacto de algún bólido certero, otras tantas lo haces entre el conglomerado de gente, navegas con ellos, tu cuerpo es arrastrado por la marea humana, llevas la cabeza abajo, mirando el piso.
En alguna oportunidad te encontré en la tienda de conveniencia, hablabas por el móvil, al cruzarnos bailamos en ese extraño comportamiento que se adopta cuando no sabes qué lado escoger para evitar el choque con el de enfrente, hiciste una mueca simulando una risa discreta y haciendo un movimiento con la cabeza pediste permiso.
Soy su madre –dijiste a la persona del otro lado de la línea- yo sé qué le hace falta y que no.
Seguiste conversando en el fondo del pasillo y al colgar la llamada te detuviste frente a los refrigeradores, con la mirada perdida, como si estuvieses paralizada; cuando recobraste el movimiento te secabas los ojos con las mangas del suéter café mientras escogías un yogur. Sentí una opresión en el pecho y me acerque para ofrecerte papel.
¿Estás bien? –pregunté sin pensarlo-.
Flores rojas –contestaste-, su padre quiere llevarle flores rojas al panteón, pero yo sé que no le van a gustar, su color favorito era el amarillo.
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