El hijo de Don Abelardo
Por Hector I. Vinsh
Enviado el 11/01/2019, clasificado en Cuentos
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Todos conocían al famoso Don Abelardo, de hecho, en Bayunca, la gente recogía insumos para regalarle al viejo. Ese viejo fue el que construyó el único colegio que aún persiste en el pueblo. Era un gran colegio, aulas espaciosas y un patio con buena tierra. Cuando murió fue enterrado en ese patio, bajo una lápida en su memoria. Sin embargo, esa lapida no le hacía honor, por lo que los ciudadanos juraron en su nombre que nunca lo olvidarían. Así, de Don Abelardo quedó su recuerdo y su hijo. Todos conocían al hijo de Don Abelardo, todos hablaron del hijo de Don Abelardo cuando dejó el colegio, también cuando lo encontraron borracho en la calle, y cuando lo llevaron a la estación de policía por robar una olla llena de arroz “Tenía hambre” dijo el hijo de Don Abelardo. Todos se rieron de lo que dijo el hijo de Don Abelardo. Para Arturio era una real pesadilla vivir en un pueblo, muy pequeño, donde su existencia se reducía a “El hijo de Don Abelardo hizo esto, o dijo aquello, o pasó lo otro” A los dieciséis se fue, en una lancha de pescadores, para no volver nunca a ese pueblo.
Llegó a una isla, se embriago y jugó dominó con los pescadores durante largo tiempo, ni él mismo recordara cuánto. En el momento que el vello surgía de su cara cambió de rumbo, zarpo hacía mar abierto, donde la vida es mejor. O eso decían los pescadores borrachos que representaban la figura paterna de Arturio. Navegó en un barco pesquero, viajó por el Caribe y conoció muchos puertos. No era tanta cosa como se lee, todos los puertos del Caribe se reducían a tomar y jugar dominó con los pescadores borrachos, alguna que otra vez ajedrez. Estando en Santo Domingo conoció al amor de su vida, la mujer más hermosa que pudieron ver sus ojos, de piel morena como el azúcar y una sonrisa sencilla. Era lo normal de sus expresiones lo que enamoraron a Arturio, la contradicción entre su divino cuerpo y su mortal alma. Por ella cambió de profesión, ahora era tripulante en un barco explorador, que siempre volvía a Santo Domingo, con ella esperándolo.
El patrón era otro, pero la tripulación la misma, con el mismo nivel de alcohol en sangre. Aunque el trabajo era más duro, recoger pedazos de barco destrozados, cargar mercancía pesada, hacer algo en el puerto cuando el patrón lo mandase; pero valía la pena, era Arturio Ostrilla, un simple desconocido entre lo que regularmente se puede conocer a alguien.
El barco terminó en África, donde el trabajo llamó. La tripulación debía adentrase en el territorio, buscar un cargamento y llevarlo hasta la isla. Lo que no mencionaron, y que el patrón calló muy bien, era que aquel territorio estaba en guerra. Los pueblos eran campos de prueba y las trochas, en las que morir al parpadear era normal, aterradoras. En el camino dos hombres murieron, entre el calor y las minas, entre el primer y el cuarto día de viaje. Llegaron al pueblo entrando la cuarta noche, allí los esperaba el cargamento justo al lado del bar. No hay cosa que sea más aceptada, en el luto, que la de tomar un trago por el muerto, también la de celebrar por los vivos, o más bien rezar, porque faltaba regresar al puerto con el pesado cargamento. Arturio no sentía miedo, había vivido cargando la muerte mucho tiempo, pero si pensaba en su amor. Aquel amor que lo esperaba en la isla, y que si temía perder. Caminó por el pueblo, borracho, ensimismado, congelado por los vientos. Entró en una pequeña choza, parecida a un gallinero por dentro, que por el pasillo daba a otra choza, una choza más grande, y perfumada, y siniestra. Una vieja ciega estaba sentada tras un escritorio viejo De hecho, todo en la choza era tan viejo como la anciana, que rondaba entre los 200 años, a la vista. Acudió a la bruja, inconscientemente, cuando la duda lo necesitó. La miró a los ojos blancuzcos rodeados de arrugas, en silencio, mientras el vapor bajaba hacia ellos y se oscurecía, entonces, entre la espuma, la vieja inhaló un polvo negro, la piel era tan delgada que veía la oscuridad esparcirse por toda la frente, como una mancha de tinta, hasta sus ojos. Abrió las fauces putrefactas, emitiendo un sonido ronco en tono de pregunta. Estaba viendo a la muerte, encarnándola, un escalofrió pasó por su espina dorsal y sus manos se enfriaron aún más; No tenía más remedio que aceptar la propuesta, y hacerse responsable de las consecuencias.
La mañana fue menos terrorífica, sol normal, condiciones estupendas para caminar y el guayabo parecía inexistente. Al segundo día de viaje, mientras atravesaba un pueblo, Arturio sintió un extraño calor en la cabeza y una rasquiña en el pecho. Recordó la apestosa muerte que exhalaba su lúgubre aliento hacía él, y sus pies se detuvieron, se negaban a seguir caminando. El grupo no hizo caso, lo llamarón supersticioso, loco y hasta borracho. Nadie paró, todos siguieron el camino, pero más adelante en la trocha, entre dos cerros, la locura se hizo realidad. Veinte hombres armados hasta los dientes, junto a cinco jeeps y dos motos, los detuvieron “con gentileza”. Se actúa con gentileza, porque de otra manera te disparan. Poco interés tenían en matarlos, era el cargamento lo que les importaba, lo revisaban pero no lograban saber que era. Arturio vio sus caras incomprendidas, también, por alguna razón, supo que uno de ellos hablaba español. Se acercó y se presentó como Doctor, era el responsable de las curas, tenía que velar por ellas hasta llegar a la fundación en América. Les pidió que lo acompañaran al puerto, y allí él compartiría la mercancía con ellos. Fue asombroso que aceptaran. ¿Cómo supo Arturio que necesitaban vacunas? Él tampoco supo cómo. Llegaron al puerto en un día, y para cuando se dieron cuenta que eran bombas solo un milisegundo pasó antes de la explosión. Mientras, el barco ya navegaba por el Atlántico.
Arturio tomó la responsabilidad, y asumió la pérdida por el bien de todos; todo había salido bien y Arturio regresó a casa. Entró en la noche con lentitud, se quitó la ropa y se acostó al lado de ella, estaba profunda en un sueño que balbuceaba: “Tú eres el hijo de Don Abelardo. No lo puedo creer, eres el hijo de Don Abelardo” decía con voz tenue, el horror crecía con el volumen de la mujer. Arturio salió espantado de la casa, al día siguiente se fue de la isla.
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Este cuento corto es parte de una serie de cuentos que juntos forman una historia. Aún no tiene nombre, porque no está terminada.
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