Me subo al autobús. De vez en cuando me gusta perderme sin mirar el reloj por alguno de los rincones de la Región. Pido permiso en casa, y me voy. En este caso emprendo un recreo por el interior. Me encantan sus paisajes. Son únicos en una tierra variada, con imprevistos, con contradicciones, con aspectos secos y húmedos que nos enganchan.
En una población determinada alguien excepcional se sube. No lo percibo en ese momento. De hecho, reparo en él al tiempo, cuando llevamos un trecho importante. Está en el asiento de al lado, pasillo por medio. Tenemos opción de mirarnos, pero, fundamentalmente, de escucharnos.
Viene, o eso reseña, de casa. Ha estado unas horas. Habla de éxitos y fracasos. Me pregunto por qué no irá en coche. Después pienso que igual es un nostálgico como yo, al preferir un medio público, que no deja más que una estela genérica y no adquiere más obligaciones que abonar el billete y respetar las normas de convivencia en el vehículo.
Ahora sí me fijo en él. Apunta que quiere ser torero, de los buenos, de ésos que ganan fama, honra y dinero. Refiere las dificultades, que conoce bien. No tiene prisa, pero tampoco está dispuesto a detenerse. Ya ha hecho pinitos, según afirma, con reconocimientos de juventud. Todo está dispuesto, y llegará la oportunidad, claro que sí.
Nos despedimos. Sabemos que nos volveremos a encontrar. Los caminos que no tienen puertas son así: espejos para hallarse.
Juan TOMÁS FRUTOS.
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