Fascinado con mi Ángel

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1. El descubrimiento.

Lo conocí en una estación del metro; yo subía por una escalera eléctrica, él bajaba por la otra; al cruzarnos al mismo nivel, puso su mirada en la mía que le examinaba de pies a cabeza y un corrientazo voló sobre esa conexión; yo enrojecí turbado, él me picó un ojo.  Se me hizo una eternidad llegar arriba para tomar de inmediato la escalera de bajada; tenía que verlo de nuevo y quizá, si mi timidez no me lo impedía, hablarle.

Casi llegando abajo, lo vi que miraba hacia la escalera mientras ingresaba a uno de los coches; se le iluminó el rostro al verme, me regaló una maravillosa sonrisa y agitó su mano en señal de despedida.  Corrí a tomar el último coche, pero su puerta se cerró en mis narices.  ¿Por qué se fue si se alegró al verme de nuevo?  Esta no es conmigo; ya estaba enamorado de esos ojos oscuros, fascinado con esos cabellos negros largos, amarrados atrás en colita, enloquecido por esa celestial sonrisa.  Quise esperar el siguiente tren para seguirlo y recordé que me dirigía a una cita médica, con el tiempo apenas justo; volví sobre mis pasos para regresar al andén que me correspondía.

Paré en seco.  ¡Al carajo la cita!  La pediría nuevamente.  Me quedé y tomé el tren que iba tras mi linda aparición.  Me pregunté a donde se dirigiría; adiviné (creí adivinar) que descendería en la estación Las Delicias para hacer alguno de los múltiples transbordos allí posibles.  De nuevo transcurría una eternidad; al rato, arrancando de la estación Basílica, miraba yo hacia la nada por la ventanilla, cuando vi su pomposo trasero, forrado en ese seductor jean y balanceado por el rítmico caminado que lo identificaba.  ¡Qué contrariedad!  ¡Me lo perdía de nuevo!

Acerqué mi cara al vidrio, abriendo unos ojos tamaño basílica para devorar esa encantadora figura y el destino (tuvo que ser el destino) le giró su rostro hacia el vehículo; me vio, hizo expresión de sorpresa y me señaló que allí se quedaba esperándome.  Al ver su carita muy de frente, alcancé a notar sus labios carnosos, sus cejas gruesas, sus orejas redonditas y un tentador lunarcillo bajo el cachete izquierdo.  También reparé en su blusa ceñida que remarcaba sus pechos no muy grandes, pero nada planos y con unos pezones que querían sobresalir.  Ya no quedé simplemente fascinado, sino totalmente excitado y deseoso.

Me bajé con afán en la estación siguiente para tomar el tren de regreso.  Ya sentado, esa decisión que me llevó a perseguirlo se tornó bruscamente en vacilación.  ¿A qué aventura voy?  Es un desconocido.  ¡No importa!  El amor nos flechó y solo algo bueno, muy bueno, puede salir de este encuentro.  Pero es muy joven; tendrá unos veinticuatro; cundo me vea de cerca y adivine mis treinta y nueve se va a decepcionar; cuando vea que tengo algo de barriga y note mis entradas sobre la frente…  No voy a salir del tren.  ¡Claro que voy a salir a su encuentro!  No… no…  Si los míos se enteran, esto va a ser muy mal visto; debo renunciar.

Abriéndose las puertas en la parada, un extraño impulso me sacó afuera.  Estuve como zonzo unos segundos en la plataforma, sin saber si meterme otra vez dentro del monstruo y olvidar mi encanto; al fin, la decisión la tomó el aparato: me cerró las puertas y quedé allí, en medio de los apurados pasajeros que se dirigían a las salidas.  ¡Alea jacta est!  Me fui hacia el punto donde él debería estar atornillado, si fue fiel a sus gestos; era fácil de encontrar: al pie de una valla publicitaria en la que una linda parejita, cuál de ambos más bello, lamía sensualmente sendos helados de vivos colores.  Y allí lo encontré.


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