La Plaza Deseo era todo cuanto podían anhelar los aspirantes a amantes en aquella pequeña aldea del Sur. El módico predio constituía el único espacio permitido para los arrumacos de las jóvenes parejas casaderas. Fuera de su perímetro, los novios no podían siquiera tomarse de las manos. Esta férrea costumbre victoriana formaba parte de los usos heredados de alguna vieja dictadura.
Dicen que un joven audaz osó posar su mano en el hombro de su amada lejos de los límites de la plaza. A los pocos días, el hereje quedó impotente. Ese castigo divino estuvo acompañado, además, por la condena social. El muchacho pasó a ser un desterrado viviente, un desecho humano. Terminó quitándose la vida, y el pánico se apoderó de todo el vecindario.
Su muerte sirvió para disciplinar a la comunidad. El monumento a la Mano Anónima que luce, enrejado, en el centro de la Plaza, refleja la intención de control social, a la vez que recuerda que muy pocos espacios están reservados para la libertad en tiempos de tiranía.
Sin embargo, aun en democracia, la eficacia de la Plaza Deseo consiste en la evidencia de que hay una sumisión tanto o más poderosa que aquella que viene de tiranos y dioses: la autocensura.
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