Se asomó a la ventana y miró hacia arriba, a las estrellas, esperando que bajara un ángel del cielo y la rescatara de aquella vida de mierda. Por detrás de ella, los ronquidos le impedían pensar con claridad, y no paraban, al contrario, parecían cada vez más sonoros. Agarró bien fuerte una de las macetas con ansias de lanzársela a la cabeza, a ver si de una vez se callaba, y así se mantuvo, con el brazo en alto y desvelada, mientras observaba el reloj y pensaba en las horas que le quedaban para ir a limpiar las mesas de sus compañeros, todos muy simpáticos, pero a cual más guarro. Miró al cielo y vio que el ángel no bajaba, ¿en qué momento la habría olvidado? Echó un vistazo hacia abajo, a los cuatro pisos que la separaban de la carretera, ¿Cincuenta metros? ¿cien? ¿Qué más daba?, un simple número sin importancia, una cifra que no significaba nada, como todo lo demás, que nada significaba nada, solo minutos, metros, horas, días y segundos, y ronquidos y mierda que limpiar, y el dichoso ángel que no bajaba, y un solo impulso que borraría todo.
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