Asdrúbal dejó las chanclas sobre la arena y trepó a las rocas, como un castillo desde el que se contemplaban las vistas del paraíso. Le tendió la mano a Yaiza y la ayudó a subir a lo alto, allá donde podía mostrarla al mundo como la princesa de la playa. Desde allí contempló el horizonte y le pasó un brazo por la cintura, sonriendo al ver cómo ella recostaba su cabeza en su hombro y se perdía con las vistas y el sonido de las olas. Cuando vio que estaba toda extasiada, la cogió por sorpresa y la alzó en brazos, y con un fuerte salto se vio volando y rozando el cielo con ella en sus manos. Se mantuvieron unos instantes suspendidos en el aire, con mechones libres que rozaban la piel y cosquilleaban algún músculo interno, y cayeron muy rápido sumergidos en el agua, hundidos en un remolino de brazos y piernas que barrían las gotas saladas de un lugar a otro sin palabras.
Horas o minutos después, cuando fueron a la arena, Asdrúbal se acercó unos metros y rozó a Yaiza, con dedos que subían por su contorno hasta llegar a sus hombros, a su cuello y mejillas, y bajó de nuevo con breves caricias que debieron crear algún efecto poderoso, porque instantes después se escondían entre las rocas, entre besos, gotas, manos y sombras, y se adentraban en lugares mágicos sin norte ni rumbo, con movimientos donde solo importaba el placer y los deseos, envueltos en una fortaleza de agua salada y arena de oro sobre pieles morenas.
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