Existe una infinidad de hierbas y arbustos a los que la sociedad les atribuye propiedades benéficas desmesuradas. Sería ocioso enumerar las bondades del aloe vera, la chía, el diente de león o la maca, por citar sólo algunas. Se suma a esto que los mercaderes, en su afán de lucro, ponderan hasta exagerar sus virtudes.
Lo mismo ocurrió en el pueblo con Salvador Trento. No se sabe bien por qué, pero el hombre gozaba de una fama desmedida entre sus compueblanos. Cualquier acción suya parecía laudatoria, y hasta sus errores eran tenidos como virtudes. En las reuniones sociales, incluso los silencios y enojos del hombre se celebraban, y sus desplantes colmaban de admiración a la concurrencia. No faltó quien aseguraba que tenía poderes curativos con solo mirar o tocar con sus manos. Tampoco quien afirmaba que hacia felices a las mujeres a las que amaba.
Con los años su fama fue in crescendo. Cuando salía a hacer compras la gente lo palpaba, le pedía consejos, lo gratificaba con obsequios. Su casa parecía un templo pagano, repleto de ofrendas, solicitudes y retribuciones. Avasallado por tanta veneración, Trento consintió su propia fama. Pero luego de un tiempo, otro vecino ocupó su lugar. La nueva celebridad dejó a un lado, sin quererlo incluso, el ya lejano brillo de Trento. Su aureola se fue opacando, hasta empalidecer.
En los tiempos actuales, tanto los objetos como las personas suelen gozar de una efímera fama. Aquellos que tienen la fortuna de detentarla, deben sacarle rédito y paladearla. El prestigio de las hierbas curativas, al igual que el de Salvador Trento, nunca es infinito. Y es que la sociedad necesita sustituir sus celebridades para renovar la ilusión, siempre estimulante, de los seres humanos.
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