Llegue a misa después del evangelio y supe que ya no contaba porque mi abuela siempre inculco esa creencia en la familia. Me quite el sombrero de paja para santiguarme e inmediatamente la rebusque entre la gente hasta que por fin la vi, allí estaba, imponente y tierna al mismo tiempo, con la peineta eterna que la acompaño hasta la muerte y el rosario entre las manos, en ese ambiente enrarecido por el olor a incienso y los cantos en latín que asustaban a los niños. Los santos estaban susurrando algo entre ellos al tiempo que me veían de manera acusatoria. El tiempo transcurrió y en mi espasmo solo alcance a concentrarme cuando el sacerdote dio la bendición final.
La gente abandonó la iglesia en tropel y empezó a avanzar hacia la plaza mayor, me coloque detrás del campanario esperando a que saliera y la seguí a lo lejos, esquivando a los comerciantes de flores, tropezando con los puestos llenos de jaulas con gallinas, guajolotes y pájaros que se habían instalado desde temprano; casi la pierdo de vista entre el tumulto… cuando se detuvo para comprar el pan volteó inesperadamente y debí ocultarme en un movimiento fugaz.
Logré salir de todo ese circo pero me llevaba ya una cuadra de ventaja, apure el paso, corte camino y doble en la esquina, me le cruce al paso, la tuve de frente y trató de pasarse por un lado:
Permiso- me dijo.
Tenemos que hablar, señorita Julia- le conteste.
Entonces se paró en seco, me miro con los ojos llenos de lágrimas, supurando rabia y con la determinación más grande de su vida me dijo:
Váyase usted para su casa porque la esposa lo está esperando.
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