1.- María
María miró con complacencia su coño desnudo. Se lo acarició con excitación. Estaba recién rasurado. Estaba precioso, pensó María.
Estaba desnuda en su habitación.
Vivía con su madre y con su hermana mayor. Su padre las había abandonado hacía seis años. Su madre era visitadora médica y pasaba mucho tiempo fuera. Vivía en hoteles como ella decía. Ahora mismo estaba en otra ciudad. A María no le preocupaba cual era esa ciudad. Solo era importante saber que volvería el viernes y faltaban tres días.
Se abrió los labios con dos dedos. Se acarició el clítoris. Su cuerpo fue recorrido por una corriente de placer y deseo. Se le puso la carne de gallina.
Pensó. José vendría en una media hora.
Se mojó el anular y el corazón con la boca. Se los acercó a su expectante coño y comenzó a mover los dedos acompasadamente, de forma circular. Separando los labios, acariciando el clítoris con intensidad.
Estuvo así un tiempo. Hasta que ya no pudo más. Su cuerpo reventó de placer, su coño era el centro del mundo.
Quiso permanecer así eternamente, pero el placer fue desapareciendo y el sueño emergiendo.
Sonó el timbre de la puerta. Se sorprendió. No sabía el tiempo que había estado dormida. Dijo en alto:
- ¿Quién es?
- Soy José.
Efectivamente habían pasado unos veinte minutos; y José, su amigo, había llegado puntual.
2.- José
José y María eran de la misma edad, 18 años. Se podía decir que eran amigos fuertes
María, desnuda como estaba, salió de la habitación y abrió la puerta. Se miraron con ansiedad a los ojos, cerraron la puerta y se besaron con un placer casi salvaje.
María cogió de la mano a José y le llevó a la cama. Ella se sentó y con toda la sensualidad posible, le fue desnudando. Los zapatos, la sudadera. Despacio, muy despacio. La camisa, los pantalones, los calcetines .y con especial morbosidad, los calzoncillos.
Vio su pene; erecto, grande, duro. Una gotita de líquido escapaba por la punta.
Con ambas manos, María cogió suavemente el miembro que tenía delante y comenzó a chupar ese pedazo de cielo. Y chupó y chupó. Y chupó los testículos. Y María estaba muy a gusto. Y la cara de José era un poema de placer. Se derretía.
3.- La hermana.
De pronto se abrió la puerta de la calle
Quedaron petrificados. Rapidamente, tratando de hacer el menor ruido posible, se metieron a la cama. Se taparon con las sábanas hasta encima de la cabeza, pensando que así quizá eran menos vulnerables.
Sin duda era la hermana. Había vuelto a casa mucho antes de lo previsto. Se metió en su cuarto, luego fue a la cocina y al servicio. Se oían todos los ruidos que hacía.
Por un rato hubo un silencio sepulcral. María y José sacaron la cabeza fuera de las sábanas. Y la vieron. Estaba tranquilamente apoyada en el quicio de la puerta. Les miraba fijamente a ambos con una actitud inexpresiva, relajada, ligeramente severa.
María esperaba una regañina. ¡La niña pequeña, en la cama, con un chico desconocido!. Porque la hermana no conocía a José.
Se acercó a la cama. Mucho. Y se comenzó a desnudar. Con total naturalidad. Tenía un cuerpo precioso, claramente más formado que el de María.
Cuando se hubo desnudado completamente, ordenó toda su ropa en una silla; y mirándoles a ambos les dijo:
- Dejadme.
Y se metió en la cama en medio de los dos.
Cogió la mano izquierda de María y, pasándola por encima de su cuerpo, la colocó en la abultada zona genital de José. Cogió la mano derecha de José y siguiendo la misma operación, la colocó suavemente encima del coño de María. Apartó las otras dos manos hasta los bordes de la cama.
Y con sus propias manos, comenzó a dirigir suavemente un morbosísimo baile de caricias. Ella mandaba, ella orquestaba. Las manos de ellos eran meros instrumentos.
Cuando notaba que la excitación de alguno de ellos era muy alta, levantaba la mano correspondiente y la mantenía un rato en alto o la apoyaba en un muslo. Un par de veces hizo de María apretase con fuerza la punta del pene de José para evitar la eyaculación.
No existía el tiempo ni espacio; el placer era infinito. No existía nada más que aquellas manos orquestadas por la hermana.
De repente, sin decir nada y sin que ninguno de los chicos se hubiese corrido, se levantó y salió de la habitación. María y José quedaron indecisos. No sabían si abandonar la habitación o terminar el juego sexual.
Pero no tuvieron que esperar mucho. Entró la hermana. Seguía desnuda. En una mano traía lo que parecían una fusta y una botella de crema; y en la otra lo que indudablemente eran unas esposas.
Sin mediar palabras les ordenó que se diesen la vuelta, tirando las sábanas y la almohada al suelo. Los dos cuerpos todavía adolescentes quedaron desnudos.
Los chicos sintieron que, con las esposas ató sus muñecas a los bordes de madera de la cama. Con mucha tranquilidad y sin demostrar ninguna ansiedad.
El primer latigazo que sintieron en el culo fue atroz. María emitió un pequeño quejido. La hermana gritó:
- ¡Silencio absoluto!
Y siguió azotando acompasadamente y con fuerza. El culo de uno, el culo de la otra.
José y María sufrían. Su dolor se fue haciendo insoportable. María era la más débil. A punto estuvo de suplicar que la soltará, pero aguantó.
Al de unos diez minutos un sudor salvaje era patente en ambos cuerpos y las nalgas estaban rojas como tomates. Ya la situación era insufrible.
La hermana paró. Por un momento oyeron lo que parecía el abrir de un bote de plástico. ¡Era la crema!
Con unas manos angelicales, la hermana aplicó la crema en los culos de María y José. Suave muy suave y muy delicadamente. Parecía correr crema abundante. Era delicioso. Ahora sí que estaban en el cielo.
De nuevo ambos se excitaron sexualmente. Ambos se corrieron allí bajo las manos de la hermana. Mancharon la sábana.
La hermana cerró el bote de crema, se levantó, cogió sus ropas; y desde la puerta de la habitación les dijo:
- El próximo martes os quiero ver aquí a las cinco en punto.
Se marchó. Al de un momento se oyó el ruido relajante del agua en la ducha. María y José seguían en la cama, boca a bajo, muertos de excitación y borrachos de bienestar.
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