Ruin (1)

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−Te enseñaré cómo se hace, me dijo mientras escogía una piedra del suelo húmedo.

La observó detenidamente, tenía forma ovalada y cabía perfectamente en la palma de su mano. Hizo rebotar la piedra sobre su palma un par de veces y enseguida la lanzó con todas sus fuerzas. Estiró todo el brazo derecho hacia adelante y la pierna izquierda hacia atrás en un solo movimiento. Era estéticamente perfecto. La roca perforó la ventana con un ruido estrepitoso y solo un pedazo de vidrio quedó colgando débilmente desde el marco.

−Ahora es tu turno, me dijo.

Teniendo en cuenta los centímetros de ventaja que le llevaba en estatura y las largas series de flexiones que hacía por las tardes desde hace un par de meses, sabía que tenía grandes posibilidades de superar su marca. Sin embargo, no quise hacerlo. Cogí una piedra cualquiera. La lancé con ímpetu, pero no con la fuerza necesaria para destrozar vidrio de la ventana en su totalidad. Mi disparo solo causó un agujero en el centro de la ventana y algunas cuantas rajaduras en la periferia.

Lo miré y pude notar su expresión de satisfacción al observar el estado de la ventana.

−Me ganaste esta vez, le dije.

Él entonces elevó las palmas de las manos hasta la altura de los hombros, como si intentara lanzar una plegaria y arqueó levemente la cabeza hacia un lado, dibujando una extraña mueca en su rostro. Luego miró al cielo que ya se tornaba oscuro y decidió que era tiempo de volver.

Solíamos repetir esa misma actividad con frecuencia. Antes de encontrar aquella fábrica abandonada, lanzábamos las piedras hacia el río. Sin embargo, el camino hacia el río era mucho más extenso y preferimos usar las ventanas de aquella fábrica como blanco. La primera vez que la divisamos fue precisamente de camino hacia el río. Él sugirió que lancemos una piedra hacia una de las ventanas y nos escondiéramos a una distancia prudente. Así lo hicimos y esperamos por poco más de un minuto, pero nadie atravesó aquella puerta vieja y oxidada. Entonces supimos que era el lugar adecuado.

Esa noche dormiría en su casa. Al llegar, dijo que tomaría un baño caliente antes de dormir. Se quitó la camisa y pude notar la vellosidad que empezaba a crecer sobre sus axilas. Era fina y escasa. Yo había comenzado a producir la misma vellosidad desde hacía ya varios meses, pero prefería rasurarme cada vez que la veía poblar mis axilas. Hacía lo mismo con el vello que oscurecía mi pubis. Me preguntaba si él también hacía lo mismo con su pubis.

Cogí la camisa que dejó tirada sobre la cama. Estaba ligeramente húmeda, podía sentirlo con el tacto de mis dedos. Al parecer había sudado de camino a casa. Quise olerla, pero escuché su voz desde la ducha.

−¿Recuerdas a Patty?, gritó.

−Claro que sí, le respondí, aunque no estaba tan seguro de conocerla.

−Creo que le gusto, hermano. La atrapé mirándome dos veces en clase de aritmética.

            Entonces supe de quién hablaba. Yo también había notado cómo lo observaba. Fueron más de dos veces. Patty me parecía atractiva, no podía negarlo; pero bastante tonta. No era capaz de soltar una frase completa sin balbucear al menos una vez. Y aquel exceso de muletillas al hablar la tornaba insoportable. Comencé a sentir calor dentro de mi cuerpo. −¿Y te gusta?, le pregunté con precaución.

−Pues, no está mal, ¿no? Quiero decir, no es la más linda de la escuela, pero es bastante agraciada. Y tiene esas curvas…

No contesté nada. Solté la camisa húmeda y me acosté sobre la cama. Entonces salió de la ducha. Llevaba la toalla anudada a la cintura y frotaba sus manos con violencia sobre el cabello. Su cuerpo era delgado y delicado, como la porcelana fresca. Su abdomen ya comenzaba a trazar pequeños cuadrados colocados en pares. Me recordaba a las tabletas de los chocolates. Era casi un hecho que dentro de pocos años su cuerpo evolucionaría y conseguiría los músculos que tanto deseaba.

−A ti te gusta Emilia, ¿verdad? Me preguntó mientras usaba los dedos de su mano como si fueran un peine.

            Dudé en contestar. Emilia era básicamente todo lo contrario a Patricia. Sofisticada, elegante, sutil; pero poco o nada agraciada. Tenía el cuerpo grueso y la espalda ancha, como si alguien la hubiera sujetado desde los pies y la cabeza y la hubiera comprimido. Sin embargo, era la amiga con la que sentía más afinidad. Nos entendíamos a la perfección y pasábamos mucho tiempo charlando  y riendo durante los recreos. Era evidente que Matías se había dado cuenta de esa complicidad. Mientras los varones jugaban fútbol, basquetbol, o a las peleítas sobre el césped; yo prefería sentarme al lado de Emilia y conversar sobre todo tipo de cosas.

−Sí, un poco. Le respondí con determinación. Él se echó a reír. −¡Qué extraños gustos tienes, hermano! Dijo con evidente burla. Apagó la luz del dormitorio y no dijo más. Yo me quedé observando el techo hasta quedar dormido.

            Estábamos llegando al final del invierno y afuera llovía, las gotas se escurrían en manada por las ventanas del dormitorio como riachuelos salvajes y ansiosos. Matías estaba de pie, colocándose el uniforme de la escuela. Minutos después su madre nos llamó para ofrecernos el desayuno. Era una mujer grandiosa, admirable; madre soltera de dos hijos. Ambos, fieles herederos de la lealtad y carácter de su madre. El padre, un mujeriego empedernido, se fue detrás de una mujer más alta y con mejores piernas: así fue como lo describió Matías cuando los vio una tarde de camino al cine. El padre lo observó, seguramente lo reconoció, pero apenas y se inmutó. Desde entonces Matías se encargó de desterrar todos los recuerdos de su padre, borrar las lágrimas del rostro de su madre y ayudarla con la crianza de su pequeña hermana. A su corta edad, era dueño de un temple impresionante.

            Lo conozco desde los seis años, cuando por azares de la vida, nos tocó compartir el mismo salón de clases. Yo era muy tímido, no lograba entablar vínculos con los demás niños; por el contrario, sentía más apego con algunas niñas. Cuando cumplimos diez, los demás niños comenzaron a tomar una mayor distancia conmigo. La indiferencia que solían demostrar por mi relación con las niñas comenzó a transformarse en sospechas. Percibían algo que yo no lograba entender, comentaban constantemente que era demasiado pulcro y delicado para ser varón; que definitivamente algo estaba mal en mí.

 


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