Ruin (2)

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Fue precisamente en esa época cuando comenzaron a utilizarme como objeto de burlas. Me pellizcaban en diferentes partes del cuerpo y me daban golpes cuando me encontraban desprevenido. Eran tiempos difíciles. Recuerdo bien que comencé a buscar excusas para no asistir a la escuela. Cogía cubos de hielo a hurtadillas y me los frotaba en el pecho y la espalda, para así, con algo de suerte, poder contraer algún resfrío que me dejara en cama durante unos días. Algunas veces el método era efectivo, en otras nada podía salvarme de mi destino.

Mi vida escolar en aquella etapa era un infierno. Hasta que Matías demostró su valía. Aquel día una de las profesoras se ausentó y todos los alumnos quedamos sin supervisión por un par de horas. Gustavo, quien era el mayor energúmeno del salón y, por ende, también era una especie de caudillo que daba órdenes y pedía explicaciones a los demás; hizo lo que sabía hacer mejor y le ordenó a uno de sus seguidores tomar el tacho de la basura y colocármelo como sombrero. El niño lo hizo y permaneció sujetándolo con fuerza mientras que yo luchaba por zafarme. Todos los demás reían, incluso las niñas. La crueldad no tiene ningún significado en la niñez; todo forma parte de una búsqueda constante de diversión. En esa cadena de sucesos, yo representaba el payaso y ellos eran los niños que reían de él, nunca con él. Fue en aquel momento cuando Matías apareció y golpeó tan fuerte al niño del tacho que cayó al suelo, solo entonces pude zafarme. El caudillo, asombrado por el desenlace de la escena, decidió darle un empujón a Matías y ambos se enfrentaron. Las sillas eran desplazadas ante la fricción de ambos, los otros niños gritaban y pedían más violencia. Las niñas, por su parte, observaban la escena con intriga y algunas hasta boquiabiertas. Solo una se me acercó y me ayudó a limpiar la mugre impregnada sobre mi ropa; era Emilia. Matías y Gustavo llegaron al suelo y se trenzaron en un largo abrazo de odio. Solamente se separaron cuando quedaron exhaustos. Era la primera vez que alguien me defendía, y a partir de ese instante juré ayudar a Matías en lo que necesitase.

Y así lo hice, día tras día. Ya han pasado seis años de aquel suceso y sigo aquí, cumpliendo mi palabra. Acompañándolo a cada momento, intentando fortalecer aún más su espíritu y su alma. Físicamente ha cambiado poco, aún puedo ver en él a aquel niño con expresión amarga en el rostro y con sonrisa encantadora. Su mentalidad, sin embargo, sí ha mutado notablemente. Matías ha dejado de esforzarse tanto en la escuela, es impetuoso, responsable; pero tengo la certeza de que no da todo de sí mismo en el ámbito académico. Su mente, sus deseos y sus intereses se han volcado intempestivamente en las mujeres. No solo él, los otros varones también, parecen absortos en sus pensamientos carnales y obscenos. Los puedo a ver a todos amontonados observando fotografías de mujeres desnudas. Puedo ver sus dedos recorriendo sus muslos, sus cinturas, sus pechos sobre el papel. Todos hacen lo mismo, incluyendo a Matías. Ahora él está aquí, buscando una oportunidad con Patricia, sintiéndose afortunado de poder tener a su disposición un cuerpo agradable y un rostro en armonía; pero ignorando lo esencial, la capacidad locomotora, las habilidades mentales, la transparencia del alma. Matías parece cegado por el deseo.

Al salir de clases me despedí de él y no fui directamente a casa. Recorrí el sendero hacia el río y me senté allí a reflexionar. ¿Por qué era yo diferente al resto? ¿Por qué me sentía a gusto entre mujeres y tan marginado entre varones? ¿Por qué no sentía deseo alguno de acariciar mujeres desnudas? ¿De observarlas siquiera? La respuesta era obvia. Podía sentirla, respirarla, tocarla si quisiera. Lo que no lograba, era aceptarla. En un mundo tan manchado, tan escueto, tan infame; mi opción jamás llegaría a ser la correcta. Mis jueces, mis verdugos, serían personas peores que yo. Mi vida era un pecado, una traición a la religión, a la ciencia y a la historia. Era un cobarde, siempre lo fui. Me dediqué a recibir lo que el mundo me daba y solo atinaba a agachar la cabeza, a esperar por un día mejor. Un día de paz. Pese a todo, me rehusaba a ser una alimaña, un ser desdichado y que nunca conocerá la felicidad. Los varones me miran con desprecio y las mujeres con lástima. Mis padres me observan sin decir nada por largos ratos. ¿Es tan obvio? ¿Pueden percibirlo a la distancia? Tantas preguntas y tan pocas respuestas. Todo parece confuso, injusto, malintencionado. Sin embargo, algún día seré un hombre, una persona de bien. De algún modo inimaginable, sobreviviré y saldré del oscuro capullo que ahora me atormenta. No será hoy, probablemente mañana tampoco, pero aquel día llegará pronto. Y estoy dispuesto a esperar por él.

Me levanté y me alejé de la ribera. Caminaba lento, pero con un paso seguro y confiado. No estaba dispuesto a ir cabizbajo por los senderos de la vida. Pronto la primavera llegará y alumbrará estos días grises. La luz al final del túnel estaba cerca. Podía sentirlo. Sentí emoción. Una alegría atípica envuelta en esperanza. Llegué a la fábrica. Cogí una piedra del suelo. Era perfecta, parecía una pequeña isla desierta. Aquella piedra representaba mi vida hasta ahora; mi soledad, mi eterna incomprensión. La froté con fuerza hasta quitarle todo rastro de mugre. La dejé impecable, la acaricié, la besé. Tomé el impulso necesario y la arrojé con todas mis fuerzas. La piedra perforó la ventana. Aquella ventana que era el mundo que me rodeaba; la violencia, la maldad. Esta vez, a diferencia de otras, no quedó ni un solo pedazo de vidrio alrededor.


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