Fascinado con mi Ángel (5)

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5.  Otro encuentro en casa.

Estuve todo el fin de semana entretenido en mis aficiones personales y con mis amigos y dándome tiempo para reflexionar calmadamente sobre los recientes incidentes.  Aunque de momento le había propuesto encontrarme la próxima vez usando sus nuevas prendas, me sentía turbado, sin saber por qué.  Ya el lunes, almorzando solo, mi otro yo me recomendó aceptar los hechos como lo que fueron, puras coincidencias, y retomar ese picaresco romance que tanto bien me hacía.

Como si hubiera leído mi mente, él me llamó por la noche, me indagó si ya me había pasado la ofuscación, me dijo que yo le hacía falta y me propuso aprovechar que el domingo siguiente estaría verdaderamente solo; sus padres se irían a una fiesta en la finca de unos primos y Margarita tendría su imperdonable salida dominical; ellos no regresaban hasta media noche cuando iban a ese tipo de programas y ella volvía a las ocho de su encuentro con el novio; “ya lo supondrás, siempre alquilan una piecita y se van allí toda la tarde”.

–Y nosotros tendremos también nuestra tarde plena, dije entusiasmado.

–Cómo me emociona que me lo aceptes.  Te tendré sorpresas.

–No te aceleres.  No hemos concretado nada.

–Concretemos, entonces, ya mismo.  No permitiré que pierdas el impulso.

Quedamos, pues, en que me presentaba a las dos y media, para darle una holgura a Margarita, que acostumbraba salir entre una y media y dos.  Me le aparecí con una exquisita caja de chocolates finos y una botella de brandy (y también estrenando ropa interior, no podía quedarme atrás).  Me recibió con los cabellos sueltos, algo que ya le había insinuado, pues siempre los llevaba cogidos en cola.  ¡Quedé deslumbrado!  La sedosa, brillante y sensual cabellera caía libre sobre ambos hombros y enmarcaba los rasgos femeniles de su rostro que así se destacaban tentadoramente.

Me dio un besito rápido en los labios, para no acelerar, lo bueno vendría después; me confirmó que no había ninguna presencia en casa (“ni mascotas tenemos”), se abrió el pantalón para que le apreciara el pantaloncillo color crema con figuritas rojas, lo volvió a cerrar guiñando un ojo y me llevó a la barra de la cocina para que me sentara en un butaco mientras él me preparaba un café de “excelso aroma”.  De hecho, no solo café me ofrecería; tenía listos los ingredientes para unos acompañamientos que “no demorarían”.

–Te veo hermoso, me dijo cuando, por fin, nos sentamos en la salita a tomar el café con brandy y los pastelillos.

–Primer piropo que me dices.  Ahora mi piropo es para el café, le dije, tomándole una mano; te quedó de un gusto fabuloso y con un aroma celestial.

–Y el chorrito de brandy mejoró mi receta, me respondió, llevando las dos manos entrelazadas hacía allí abajo.

–Pruebo lo de comer, respondí, soltando su mano sobre mi pubis.

–No te atrevas a desaprobarlo, dijo acariciándome sobre el pantalón.

–Es una ricura, tanto como esta, le dije, tratando de agarrarle entero su miembro por entre el pantalón.

–¡Bueno!  Pongámonos juiciosos, no sea que volquemos todo esto.

Pero el juicio no nos duró.  Interrumpíamos a cada momento para toquetearnos y besarnos, introducirnos dedos, decirnos cosas bien atrevidas y morbosear con lo que haríamos pronto en la cama.  Duró, pues, como hora y media ese refrigerio, pero valió la pena la demora, no solo por el placer gourmet, sino por los dulces pecados exploratorios a los que nos dedicamos.

Subimos las escaleras tomados de las manos, riéndonos y a brinquitos.  Al entrar a su habitación, vi que había puesto una flor sobre su cama, que me produjo sensaciones de sorpresa, cariño, ternura, fuerte deseo y también susto.  De inmediato le estampé un beso retorcido en esa boca, se pegó a mi cuerpo y con sus manos me apretaba el trasero, una nalga en cada mano; yo movía mi sexo sobre el suyo y percibía lo ardiente que se nos ponía a ambos, casi a punto de desarrollarnos.

Me contuve, lo aparté suavemente y le comencé a quitar, no la blusa, sino el pantalón para poner a la vista lo que estrenaba.  Entretanto él me desabotonaba la camisa.  Así seguimos desvistiéndonos, en orden diferente cada uno al otro y cuando estuvimos desnudos, ¡qué contrariedad!  Me dijo que se lavaría los dientes y que me tenía un cepillo nuevo para los míos; así degustaríamos mejor nuestras propias bocas, sin sabores extraños.  Así de metódico era, tuve que aceptárselo.

Ya en la cama, empezando a invadirnos las sombras del atardecer, besándonos apasionadamente, monté mi pierna sobre las suyas y, de medio lado, no dejaba de besarlo; mi miembro, inmenso y húmedo, se apretaba contra su muslo y mis manos le amasaban sus genitales.  Me dijo que me lo quería succionar un poco y me dispuse para ello.  Acercó su boquita, mirándome apasionadamente, mientras yo observaba la humedad que ya se notaba en su miembro.  De repente, cuando metió mi miembro en su boca, sonó la puerta de la calle; alguien estaba entrando.  Tendría que ser la Margarita.

Nos incorporamos como resortes, nos vestimos en una exhalación, nos compusimos nuestros peinados y él salió adelante a investigar.  Era, en efecto, la empleada; había tenido un disgusto con su hombre e interrumpieron el encuentro.  Ella venía muy disgustada y dijo a Ángel que se encerraba de una vez en su cuarto y no salía hasta el día siguiente; que tenía que llorar mucho.  Hacía movimientos de su nariz, como los de un gato que olisquea, y agregó que no nos preocupáramos por ella.  ¡Había sentido los olores del amor!  ¡Adivinaba en lo que estábamos y nos tranquilizaba!

De todos modos, se me apagó la pasión.  Me lo llevé de nuevo a la sala y, aunque me suplicaba que hiciera caso de las palabras de la mujer, no quise regresar a la pieza y nos quedamos un rato discutiendo en los sillones, sin acariciarnos más.  Salí disgustado y él quedó lloroso.  Me hizo prometerle que nos veríamos de nuevo.

(Continúa)


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