Solo con verla aparecer, nuestros cuerpos se tensaban bajo aquel viejo plátano donde nos apostábamos a diario, tras salir de clase. Fue su aspecto de alemana, como decía Xavier, lo que nos cautivó. Alta, con cabello rubio y lacio hasta los hombros, de ojos azules y piel clara. Andaba como si de una modelo se tratara y pasaba junto a nosotros mirando al frente y con los libros sujetos contra su pecho, como si temiera que se los robaran. Aun sabiéndose observada, nunca se habían cruzado nuestras miradas.
Por el uniforme supimos que iba a un colegio de monjas cercano, “el chalet”, sobrenombre que usábamos para referirnos a la Casa Golferichs, un edificio modernista convertido, durante la posguerra, en un colegio religioso para chicas. Lo siguiente sería averiguar dónde vivía. En lugar de un abordaje claro y directo, cara a cara, echándole morro, cosa de la que entonces carecíamos, optamos por un espionaje de lo más pueril. Seguirla resultó todo un reto para nosotros, torpes aprendices de ligón. Con sólo pensarlo, sentíamos una gran emoción.
El día de autos, al poco de iniciar el seguimiento, debió percatarse de ello porque se giraba de vez en cuando. Nosotros, a cada giro de ella, jugábamos al despiste, entreteniéndonos con cualquier cosa que aparentemente nos llamaba la atención, hasta que se detuvo y se volteó desafiante. Yo hubiera seguido adelante, pasando por su lado como si nada, pero Xavier, como si un resorte le hubiera catapultado, entró precipitadamente, y yo tras él, en la primera tienda que había a nuestro alcance y que resultó ser una librería. Una vez dentro, un hombre de avanzada edad nos preguntó qué deseábamos, a lo que mi amigo contestó, sin pensárselo dos veces: “¿tiene Mein Kampf?”. ¿Sería acaso una de esas revistas sobre el ejército alemán que tanto le gustaban? No sé qué hubiera dicho Xavier de haber entrado en una corsetería, pero seguro que algo se le habría ocurrido.
No es que Xavier fuera germanófilo, simplemente sentía un gran interés por lo alemán y, especialmente, con todo lo relacionado con la segunda guerra mundial. Así que yo no podía ir muy errado en mi suposición.
Una vez en la calle, dejando al pobre hombre perplejo, no sé si por tal demanda o por cómo desaparecimos sin mediar explicación, Xavier me dijo:
?¡Menos mal que hemos entrado en esa librería!
Yo iba a decirle que me había parecido una ridiculez haber actuado de ese modo, pero me venció más mi curiosidad.
?¿Qué es lo que has pedido a ese hombre? ?ya no recordaba el dichoso nombrecito.
?Le he preguntado si tenía Mein Kampf ?contestó con la mayor naturalidad.
?Eso ya lo sé, pero ¿qué es? ?repliqué, incómodo por mi ignorancia.
?Es un libro sobre Hitler, escrito por él mismo.
?Y ¿qué significa el título? ?inquirí.
?Significa “Mi Lucha”.
¡Así que Mi Lucha! Yo también podría escribir un libro sobre mi vida amorosa titulado así, pensé.
En eso, nuestra chica había desaparecido y nosotros, derrotados, nos retiramos a nuestros cuarteles, aplazando el frustrado seguimiento. Desde aquel día, ella pasó a llamarse Mein Kampf.
Decidimos volver a probar fortuna al día siguiente. Pensamos que, como primera aproximación, un alto y claro “adiós”, sin calificativos, sería más que suficiente. En el momento crucial, sin embargo, los dos bobos en apuros no lograron verbalizar nada. Parecíamos afectados por el mismo mal. Gemelos con atrofia cerebral que impedía el habla y hasta el raciocinio. Pasó ante nosotros como una exhalación y tal fue la frustración ante nuestra ineptitud que, al unísono y sin pensarlo, decidimos darnos una segunda oportunidad iniciando una carrera frenética alrededor de la manzana con objeto de alcanzarla de frente. Si corríamos lo suficientemente deprisa, todavía podíamos cruzarnos con ella y, entonces sí, decirle ese adiós tan preciado para nuestra autoestima.
Corrimos como galgos y logramos por los pelos dar con ella, pero lo que surgió de nuestras gargantas no sabría cómo definirlo: ¿un sonido gutural?, ¿una espiración estertórea?, ¿una sibilancia asmática? Algo salió, pero totalmente incomprensible. Ni nosotros mismos pudimos entender ese aborto fonético que emitió nuestras cuerdas vocales, pues el fuelle en el que se habían convertido nuestros pulmones estaba al borde del colapso. Un aioooo podría ser lo más parecido a lo que logramos vocalizar.
Quedamos tan avergonzados por nuestra actuación, que decidimos desaparecer del mapa y refugiarnos en otra esquina y bajo otro viejo plátano. Si ese árbol, excoriado y aparentemente inmutable al paso del tiempo, hubiera podido emitir algún sonido, éste hubiera sido una sonora carcajada por lo que allí tuvo que oír durante las interminables charlas de aquel par de aprendices de adulto.
A Mein Kampf la volví a ver tres años más tarde, cuando yo contaba con diecinueve. Fue días antes de una noche de Reyes. Paseaba por la Gran Vía, junto a los puestos de juguetes, cuando me crucé con ella. Tampoco en esa ocasión se cruzaron nuestras miradas. Supe que era ella a pesar del tiempo transcurrido. La reconocí por su figura, por su largo cabello áureo, por sus ojos de un azul celeste y por su forma cadenciosa de andar. Solo advertí una diferencia: su cutis blanco, inmaculado y casi angelical estaba cubierto de las cicatrices típicas del acné, restándole ese atractivo que tanto nos había cautivado. Había cambiado; seguramente como yo. Incluso la mirada ya no parecía la misma, triste y perdida. E iba sola; como yo.
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