Cada paso hace eco en el pasillo vacío. Suelo gris, calor y olor a antisépticos. Estómago revuelto, migrañas y una ligera fiebre: todo es tal y como esperaba. Siempre ha odiado los hospitales, le parecen museos de miseria. Extrae su móvil del bolso y se ve, por enésima vez, reflejada en la pantalla apagada. Observa sus facciones, quizá buscando algo. ¿Una excusa? No, le sobran. ¿Una justificación? Tiene más que suficientes, pero sigue mirando con ansia esos mismos rasgos de siempre. Las mejillas rechonchas, los labios carnosos. Las cejas mal depiladas intentando enmarcar un par de ojos hundidos, vacíos, de pez. Todo sigue igual y sin embargo, algo parece haber cambiado. Algo está fuera de lugar. Clava su mirada en ese condenado reflejo que le araña la conciencia y, para su desgracia, no encuentra nada. Ni arrepentimiento, ni culpa, ni siquiera pena. ¿Será que es, acaso, una persona egoísta? ¿Inmadura? ¿O tal vez simplemente mala? No, no es eso, eso no puede ser. Pero entonces, ¿por qué?
La realidad va cayendo como una sábana de plomo, fundiéndose con el eco de cada uno de sus pasos. Se mordisquea el labio inferior, pensativa, forzándose a ignorar que le tiemblan las piernas bajo el peso de sus actos. Se acaricia el vientre sobre la blusa, y al pasar la mano redescubre que está sola, o vacía. Que dentro de ella ya no queda nadie.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales