Tus pasos dieron vuelta en la esquina del destino y se toparon con los míos la tarde de un mes sin nombre que ahora mismo apetece ingrato. Cegados por la juventud galopante empezamos los alardes de invencibilidad de un sentimiento que ni siquiera habíamos identificado; las cartas del tarot y la predicción zodiacal quisieron evitarnos el fracaso pero fuimos patéticamente ingenuos, descaradamente soberbios. Lo que fuese que existiera entre nosotros pronto fue exiliado por la precipitada sublimación de nuestros impulsos corporales, aunque no quisiéramos reconocerlo, éramos una suerte de tristes apagafuegos sofocándonos el voraz incendio que ardía en el vientre, ilusos nos vestíamos para no sentir el frío, un frío que ya no era el del ambiente sino el que se instaló en nuestros pechos sin pagar la renta. Una vez que la pasión dominó nos encontró desnudos reconociéndonos los defectos, indefensos. El amor, cansado de mecer las piernas en la orilla de la cama esperando a ser reconocido se marchó aburrido y bostezando.
Y ahora que estamos ardiendo nuevamente en el último encuentro acordado y mientras veo tus expresiones cándidas quisiera fundirme en ti, que las marcas de tus uñas en mi espalda sean indelebles, que el aliento tibio y agitado de tu respiración me susurre eternamente. Quisiera volver este instante un bucle de tiempo donde nos repitamos incesantemente, para no extinguirnos, para no olvidarnos, para no perdernos.
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