N.N. (parte 2 de 2)

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Nakini Nusampa no volvió a grabar ninguna canción para una empresa, pero continuó tocando en su casa muchísimas horas al día para luego salir por la noche a recorrer las calles del Bronx en busca de limosnas.

Algunos se acercaron a él para pedirle que tocara en algún bar, e incluso Skinny, el guitarrista de Los Empedernidos, lo oyó tocar en el tren y le ofreció que se uniera una noche a su banda, pero N.N. rechazó la oferta. Había decidido apartarse hasta convertirse en el mejor, y solo pensaba en alcanzar un estilo único antes de regresar al escenario.

Y así fue, logró entonces unos sonidos que jamás habían sido tocados por otro saxofonista.

La compañía Superstyle Records continuaba en la búsqueda de una nueva estrella para alimentarse de su sangre, drenarla gota a gota hasta que no le quede nada, y Nakini decidió asistir a otra audición.

Había pasado mucho tiempo, y los dueños de la empresa no lo reconocieron. Además, se puso un sombrero fedora para cubrirse el rostro y mantener su anonimato.

Comenzó a tocar y otra vez eligió la canción Sweet Sixteen. Lo hizo mejor que en la primera audición en la disquera; más perfecto aún, si me permites la expresión.

Los hombres de traje comenzaron a mirarse entre sí, con la sensación de estar en medio de un déjà vu. Pero en ese momento lo olvidaron cuando Nakini alcanzó una nota altísima, que culminó en el estallido de un reflector.

Todos quedaron sorprendidos, pero creyeron que aquel incidente no fue más que una casualidad, y N.N. continuó tocando.

Segundos después llenó sus mejillas de aire y produjo una escala que, en su cúspide, rompió los vidrios de los cuadros conmemorativos de las bandas más famosas que habían sido descubiertas por la compañía.

Aquello era más que una coincidencia, y los empresarios aplaudieron al músico, sabiendo en el fondo que, por su estilo y raza, aquello sería todo lo que se llevaría de sus manos.

El camerunés separó el saxo de sus labios, giro la cabeza de un lado al otro haciendo tronar los huesos de su cuello, y luego tomó aire hasta llenarse los pulmones.

Todos los observaron, ansiosos por lo que parecía ser un final inolvidable.

Sweet Sixteen sonó mejor que nunca, y al final el músico apuntó con su instrumento al cielo para tocar una última nota; la última nota que se escucharía en aquel auditorio.

Silencio. Silencio absoluto. Un silencio que se apoderó de los corazones de los dueños de la compañía disquera provocándoles un vacío en sus pechos.

N.N. guardó con suma paciencia el saxo en su viejo estuche y caminó hacia las escaleras del escenario. Antes de bajar se dirigió a los empresarios para manifestar sus emociones. Habló varios minutos, pero a los ojos de los hombres de traje el músico no hacía otra cosa más que mover los labios sin emitir sonido alguno. Sintieron entonces un escalofrío, como aquel que siente una persona a la que le vierten líquido en el cuello.

La sensación no era vana, pues sus oídos estaban supurando, y unas perversas líneas de sangre les caían para perderse bajo los cuellos de sus camisas. Nakini no solo había hecho estallar el reflector y los vidrios de los cuadros, también logró destruir para siempre los tímpanos de los dirigentes de Superstyle Records.

 

El cliente quedó boquiabierto ante el final de la historia. Estuvo a punto de decir algo, pero en ese momento todos miraron hacia la puerta de entrada; Los Calamares habían llegado.

El último músico en ingresar al bar fue Nakini. Traía consigo el viejo estuche de su saxo y vestía prendas que no eran más que harapos a los ojos de la mayoría de los clientes.

La banda subió al escenario y comenzaron a tocar Sweet Sixteen. La gente los ovacionó, en especial cuando Nakini inició su solo de saxofón. Tocó de manera impecable, poniéndole arreglos propios a la canción; ráfagas de notas que llenaban cada hueco haciendo que los oyentes se movieran en sus asientos hipnotizados por la melodía.

En cliente no tuvo dudas de que aquel era el mismo músico que había tocado las canciones que aún se escuchaban por la radio, pero que siempre habían sido adjudicadas a alguien más.

–Espero que no planee hacernos lo que les hizo a los empresarios de Superstyle Records –dijo el cliente.

El cantinero sonrió:

–Disfruta de la música tranquilo, amigo. La que te conté no es más que una de las tantas historias que he oído en este sitio. Una leyenda quizás; una leyenda del blues.

El hombre de la barra puso entonces otro vaso con hielo, y lo llenó con whisky F&7 de etiqueta negra.

 

 

FIN


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