Siempre me decían que era un ingenuo, que me fiaba de todo el mundo y que ello me llevaría, si no al fracaso, sí a una gran decepción. “La gente no es buena”, me decía mi abuela, “nadie da duros a cuatro pesetas”, decía mi padre, “nada es lo que parece”, añadía mi madre. Y con tantas advertencias, voy y meto la pata hasta la ingle.
También debo decir que, si bien era una persona muy crédula para con mis semejantes, era todo lo contrario para con las enseñanzas religiosas, lo cual me ha acabado pasando factura. Era un redomado ateo, muy a pesar de que mis padres eran creyentes y practicantes. Y ahora me arrepiento de ello, como también me arrepiento, ahora que me acuerdo, de haberme reído un día en la clase del padre Ángel, nuestro profesor de religión, cuando habló de la resurrección de la carne. Me costó una expulsión de la clase y el típico castigo de escribir cien veces “no me reiré de la resurrección en clase de religión”. Solo me hizo gracia por la rima, pero me costó una bronca monumental de mi padre, que tuvo que firmar un “recibí” en la nota manuscrita con letra temblorosa ?no sé si por la edad o la cólera con que fue escrita? en la que se me acusaba, como mínimo, de hereje.
También fui obligado a confesarme por el grave pecado cometido al ofender a Nuestro Señor Jesucristo, quien resucitó al tercer día. De hecho, yo solo hice burla al comentar por lo bajini ?confiando en la dureza auditiva del viejo cura? a mi compañero de pupitre que, si de verdad resucitáramos después de muertos, más bien pareceríamos los de la serie The Walking Dead, lo que nos provocó un ataque de risa que intentamos infructuosamente reprimir. Pero solo yo recibí el castigo, por haber sido el promotor del escandaloso comportamiento.
Sé que todos tenemos algo de lo que arrepentirnos y que, por mucho que nos duela, ya no podemos remediar. Aun así, siempre me recriminaré haber escuchado la propuesta de aquella chica de larga melena rubia, tan dulce y tan candorosa que, a la salida del hospital donde me habían operado de una apendicitis aguda que casi acaba conmigo, despertó mi habitual faceta altruista. Solo después de haber firmado, me asaltaron las dudas al recordar los sabios consejos de mi familia.
Pues bien, si no hubiera sido tan descreído, por un lado, negando la existencia de otra vida, ni tan generoso, por otro, donando todos mis órganos, ahora no estaría vagando eternamente sin poder comunicarme con nadie. Solo me dejaron el cerebro, y eso porque todavía no era trasplantable (no sé si lo llegará a ser algún día). Claro que para lo que me sirve… Me siento como el protagonista de “Y Johnny cogió su fusil”. Es horrible. Y encima me quedará para siempre la duda sobre la identidad de aquella motorista que se me llevó por delante. Solo recuerdo su larga melena rubia que asomaba por el casco y su extraña sonrisa. ¿Por qué me dejaría convencer? Si lo llego a saber…
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