Me enamoré.

Me enamoré de él. 

Me enamoré de sus largas pestañas, de sus ojos profundo y cafes, esos ojos que no tenia problema en expresar sus emociones.

Me enamoré de su nariz imperfecta que recorría mi cuerpo apreciando mi olor de deseo. Esa nariz que disfrutaba de cada perfume o shampoo que utilizaba.

Me enamoré de sus oídos que siempre estaban dispuestos a escucharme a pesar de lo mala que fuera mi historia.

Me enamoré de sus labios que siempre me daban esas palabra de aliento, que con su sonrisa alegraba mi día, esos labios que besaron cada centímetro de mi cuerpo. 

Me enamoré de sus manos que acariciaban mi pelo, que abrazaban mi cuerpo, que tomaban mis manos y me llevaban a avanzar en la aventura de la vida. 

Me enamoré de su pecho donde reposaba mi cabeza y mis oídos, donde me sentía protegida con el latir de su corazón. 

Me enamoré de su inteligencia que cada día me enseñaba algo nuevo o que disfrutaba aprendiendo de mi.

Me enamoré de su sexo, en donde después de disfrutar del placer lográbamos mirarnos a los ojos y sentirnos totalmente cómodos desnudos de cuerpo y Alma uno frente al otro.

Me enamoré de él porque era perfecto, porque era único, porque me hizo sentir lo que nadie antes había logrado.

Me enamoré de ese hombre perfecto, que me hizo feliz, me hizo soñar, me hizo amarme y valorar. Ese hombre perfecto que me enseño y una vez cumplida su misión se retiró. 

Me enamoré de mi maestro de la vida, un hombre común, que me encontró y simplemente me salvó.

Me enamoré de aquel que no estuvo ni de más ni de menos, estuvo solo lo que tenía que estar.