Eran como las tres de la mañana, más o menos. La noche estaba fría, pero el fuego del brasero encendido nos mantenía un tanto acalorados. Aunque para ser sinceros, quizás la caña que estábamos tomando, desde temprano, ofrecía ese efecto y algún otro.
Estábamos varios compadres comiendo un asado, dos tragos de aquello y alguna cosa más. Un vino tinto, arrimaron temprano, y nos prendimos hasta terminar la damajuana de diez. No éramos más que seis, pero todos de buen beber.
Cocinamos un cordero en el tatacuá1. En el brasero unas cuantas batatas hicimos para acompañar.
El viejo Panygua soltó una suerte de confesión, que parecía mentira, más su cara turbada, nos convenció de que era la más pura verdad. Y, además, quedó claro que fue la primera vez que contaba el asunto que lo tenía mirando, desde temprano, el tatacuá.
Como capataz yo solía, cada sábado a la noche, pagar a los peones. La mayoría salía hasta el pueblo a gastarse los jornales, pero los más viejos aguantaban y se quedaban a cenar y compartir historias. Ese sábado, nos quedamos los cinco más veteranos y yo. Temprano adobamos la carne y doña Elmira nos dejó unas chipás y pan casero con chicharrón.
Don Panyagua hacía apenas un mes que paraba en la estancia, y, en general, no se había quedado, aunque tampoco iba al pueblo a gastar el dinero en mujeres, ni en nada. Sólo desaparecía hasta el domingo a la noche. En realidad, estaba algo viejo para las juergas, pero... Esa noche, supimos de una gran comilona de este hombre.
Hacía frio y con gusto comimos el cordero que estaba crocante, gustoso. Entre trago y trago, don Panygua soltó las primeras frases: "Pensar que después supe que Orosindo nada había hecho con la mujer de Huberto. Pero fue tarde, lo habíamos comido y ya..." Todos paramos la oreja. Nos miramos, sin entender nada. Nos mirábamos y mirábamos al viejo que parecía sonreír con cierto disimulo, o con vergüenza. Era rara su expresión. Quizás la nuestra también, pues el veterano nos miró, uno por uno, y dijo: "Les voy a contar sobre lo que un día, cociné en el tatacuá..."
El Enrique, mi mano derecha en la estancia, se acomodó un poco más, arrimó unas leñas y sirvió los vasos con más vino.
? Huberto era un amigo que tenía en mi juventud. Ambos salíamos a todas partes y en una, él se consiguió mujer, y yo también. Pero como todo joven, esas eran cosas poco serias. Sin embargo, Huberto se enamoró de un guaina del pago vecino. Los sábados íbamos al pueblo y él apuraba el trago y salía a pasar la noche con ella. Una de esas veces, él volvió temprano. Le contaron que la muchacha estaba bailando con otro, y que toda la semana los habían visto juntos. La rabia lo carcomió –contó don Panyagua.
? ¿Y entonces...? –pregunté, aunque algo me decía que la cosa no seguía bien, en ese relato. Y tardó un rato en continuar.
? Y bue... Éramos compadres y para bien y para mal. Sin pensar dos veces, seguimos al tipo que creía él era el amante de su novia, el Orosindo. Le dimos un palazo y lo secuestramos. Lo tuvimos medio día encerrado en un galponcito de una estancia. Llegó la noche y...
? ¿Y qué? ¿Qué pasó? – no se aguantó Enrique y le pidió que continuara, con las manos, con gestos muy claros.
? Ya les digo, éramos muy jóvenes y muy atolondrados. Lo partimos en trozos y lo pusimos a cocinar en el tatacuá cercano al galponcito. Lo cocinamos al tipo y... Y en medio de la bronca, mi amigo Huberto comió partes de la carne. Yo no pude, no pude. Y desde entonces, no como carne asada en tatacuá, sólo pan y chipá.
Pedro Buda
2016
1Horno de barro. El nombre viene del guaraní Tata(fuego) y Cuá (cueva).
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