Sentada en el suelo de ese estudio, rodeada de fotos de parejas besándose, abrazándose o cometiendo cualquier acto de amor, ahí estaba ella. Su mirada se perdía entre sus deseos. La vida y la muerte bailaba frente a ella un vals interminable y decisivo. Para ella sólo había un ganador pero el juego es siempre el mismo.
En ese instante una corriente eléctrica atravesó su espalda, generándole un picor insoportable. Con las uñas desgarró su camiseta hasta llegar a la piel y, de los pequeños poros, salieron afiladas puntas. Con sus finos dedos cogió una y estiró sacando de su cuerpo una pluma blanca y ensangrentada. Así hizo durante horas con todas las afiladas puntas hasta que por mucho que estirara no salía nada. De esas pequeñas plumas que decidieron quedarse empezaron a crecer diminutas estructuras que acabaron formando dos grandes alas blancas. La sangre manchaba sus destrozadas ropas. En sus ojos sólo quedaba una parte muy pequeña de ella, el resto se había evaporado.
Ese estudio parecía preparado para lo que iba a pasar. Cerca de la chimenea se apilaban montones de troncos, unos más finos que otros, listos para ella. En la cocina había todo tipo de cuchillos. Cogió el más viejo, el que le traía más recuerdos, y con él empezó a cortar y afilar los troncos hasta hacer bonitas flechas marcadas con su beso, ahora mágico.
Un tronco joven le sirvió para hacerse un buen arco. Talló en él símbolos que hasta entonces nunca había conocido pero que ahora sabía bien lo que significaban.
Entonces el dolor físico cedió y de sus entrañas surgió una necesidad, tal vez el amor le diera las respuestas, así que salió a buscarlo.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales